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Tribuna:
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La causa y el motivo

Desde hace aproximadamente 100 años, el papel de los intelectuales como conciencia crítica de la colectividad ha ido tomando forma, en Occidente, alrededor de una serie sucesiva de grandes causas, cuestiones movilizadoras de las conciencias y los espíritus, banderines de enganche en esa saludable confrontación de ideas que ha hecho avanzar a la humanidad por el sendero del progreso moral...: el affaire Dreyfus, la guerra civil española, la lucha contra las armas nucleares, Mandela frente al apartheid, etcétera.

Pues bien, he aquí que, de modo inopinado, en esta Barcelona de nuestras desventuras donde unos rumían el Fòrum 2004, y otros cocinan ya el menú electoral del año próximo, y los de más allá pelamos la pava como buenamente podemos, ha aparecido una causa galvanizadora como las de antaño, un asunto en el que se enfrentan de modo tajante la caverna y la luz, la mugre y la higiene, la caspa y el champú, la reacción y el progreso, lo cutre y lo fashion, la más negra ignorancia y la más refulgente ilustración. Y ese nuevo caso Dreyfus ha hallado enseguida, como no podía ser menos, su Émile Zola local. El asunto -según ya habrán adivinado- consiste en cargarse las despreciables ruinas del Born, su paladín es Ignacio Vidal-Folch, y el J'accuse que ha removido las pútridas aguas de la charca apareció aquí mismo el pasado lunes, bajo el modesto título de Chuky y la rata.

Sobre la cualificación profesional y los méritos científicos del señor Vidal-Folch para dictaminar la nula importancia de los hallazgos del Born, confieso que me faltan las palabras. Tanto me faltan, que echaré mano de las suyas; por ejemplo, de aquellas en las que expresa su júbilo porque los barceloneses 'a finales del siglo XIX tiramos abajo sin contemplaciones las murallas romanas [sic] y levantamos el Eixample'. ¿Qué se puede añadir a tal alarde de sapiencia histórico-arqueológica? ¿Qué se le puede replicar a quien cree que el límite entre Ciutat Vella y el Eixample lo trazaba -rondas de Sant Pere, de la Universitat, de Sant Antoni, de Sant Pau...- una muralla romana? Nada; a partir de cierta magnitud, los disparates son inobjetables.

Capítulo aparte merece el súbito fervor de Vidal-Folch -y de otros- por la proyectada Biblioteca Provincial, cuyo emplazamiento las excavaciones del Born han puesto en entredicho. Vivan mil veces las bibliotecas, esos templos del saber impreso donde enterré los mejores años de mi juventud; pero, ¿qué extraño poder taumatúrgico poseerá la que nos debe el Ministerio de Cultura, cuya sola existencia parece capaz de derrotar a Operación triunfo y a Gran Hermano juntos, de convertir a los borricos en sabios y de curar por ensalmo todos los males de la provinciana cultura barcelonesa? ¿Y por qué casi nadie chistó durante los lustros de demora acumulada? Bien se ve, a juzgar por la ingenua confianza de don Ignacio en las bibliotecas, que las frecuenta poco. Si lo hiciese, comprobaría cuántos de sus usuarios son jóvenes estudiantes que van a empollar apuntes o a preparar exámenes con un puñado de solicitadísimos manuales. Si, por otro lado, hubiese querido escuchar a muchos profesionales de la arquitectura, sabría hace tiempo de los problemas estructurales y los sobrecostes que conlleva transformar un recinto como el del Born en sede de una gran biblioteca.

Pero no sigo por ese camino porque no soy tan cándido como para dejarme llevar al huerto del falso antagonismo entre los libros y las piedras, entre biblioteca y patrimonio arqueológico. Ni es ése el debate, ni es ahí donde le duele a Vidal-Folch; no esperen verle encabezar una flota de hormigoneras dispuestas a cubrir con cemento Portland las ruinas de Empúries, ni las de Sagunto, ni las de Numancia, ni las de Mérida, ni las de Itálica, ni las de Medina Azahara, ni el más modesto vestigio medieval, para levantar luego sobre ellos otras tantas bibliotecas que hagan subir el índice de lectura de este ignaro país nuestro.

No, lo del yacimiento del Born que le resulta insoportable a Ignacio Vidal-Folch no son las calles, ni la acequia, ni las letrinas, ni las dos pobres ratas, ni siquiera el retraso de la biblioteca. Lo que le saca de quicio es que todo aquello esté forzosamente asociado a los acontecimientos históricos de 1714 y, por ende, su exhibición pueda -eso teme él- proporcionar alguna legitimidad añadida al discurso nacionalista que constituye su demonio familiar. Las casas, los talleres, las tabernas del barrio de la Ribera que ahora han salido a la luz le dejarían indiferente o hasta le parecerían estimables si su derribo hubiese sido obra de un terremoto o de la especulación inmobiliaria. Pero fue, hélas, cosa de Felipe V, y eso las convierte en peligrosa munición al servicio del nacionalismo, en algo susceptible de ensanchar lo que el cronista llama, con su insuperable gracejo, 'el parque temático Catalunya Maltractada'. He aquí por qué condena las viejas piedras a la piqueta y las quiere cubrir con cemento Portland.

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Personalmente, nada tengo contra el cemento Portland; pero, amante como soy de las soluciones conciliadoras, se me ocurre sugerir ésta: ¿por qué entre Vidal-Folch -que es de pluma fácil- y su álter ego Chuky -que sabe latín- no pergeñan a toda prisa un ensayo demostrando que las ruinas del Born también son 'romanas', igual que las murallas demolidas en el ochocientos, que las dos entrañables ratas roían pergaminos de Horacio, y que fallecieron de indigestión? Así mataríamos dos pájaros de un tiro: salvar los restos, y desarmar a Pujol.

A propósito de Horacio: ¿cómo diablos se debe decir en latín rira mieux qui rira le dernier?

Joan B. Culla es historiador.

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