La crucifixión de Yasir Arafat
¿Qué pretende Ariel Sharon? El primer ministro israelí ha cargado el arma, la tiene apuntada con la pericia propia de la fuerza que dirige; el objetivo del arma es Yasir Arafat, presidente de la Autoridad Palestina; pero la comprensible repugnancia de Washington, y, en la modesta medida que corresponda, el sentido común de la Unión Europea no le permiten apretar el gatillo.
Desde el 2 de diciembre pasado, blindados israelíes tienen cercado al rais palestino en las dependencias del Gobierno de Ramala; como quien aprieta un dogal, con la puntualidad milimétrica precisa para que la presión sólo aumente una medida sucinta cada día, el sitio de Arafat se ha ido haciendo progresivamente angustioso.
El líder palestino trataba de mantener arriba el espíritu, no cesando de asegurar que hablaba a diario por teléfono con los poderosos de la Tierra, que, sin embargo, no querían o no podían hacer que se levantara el cerco, así como afirmaba su excelente disposición, si ello fuera necesario, para asumir el martirio. La celebración de la cumbre de Beirut, miércoles y jueves pasados, tenía, según el consenso de expertos más extendido, que haber puesto fin a tan cruda penitencia. Pero el primer ministro israelí seguía haciendo imposible el viaje a la capital libanesa, al exigir a su cautivo que leyera en Beirut un papel que virtualmente le habría redactado él mismo, en árabe y en inglés, y ante los televisores del mundo entero, proclamándose de facto jefe de la policía de Israel, que es a lo que habría equivalido lanzar a sus fuerzas -¿cuáles?- contra el terrorismo de Hamás y de la Yihad Islámica, sin que por ello Ariel Sharon diera a cambio prenda alguna.
Los servicios de información del pueblo palestino no han conseguido, paralelamente, defender a su líder, haciendo que la opinión pública internacional sea consciente de que Arafat no puede actuar sin que, al menos, Israel acceda, con toda la luz y taquígrafos que sean precisos, a paralizar con carcácter absoluto la incesante instalación de colonos en la Cisjordania ocupada.
Y esta semana, en los días más santos del año cristiano, el líder israelí ha decidido, como sanción a la monstruosidad de los recientes atentados palestinos, darle una -¿penúltima?- vuelta de tuerca al asedio. Arafat, preso en un par de pisos del edificio, parece carecer hoy tanto de comunicación con el exterior como de provisiones de boca.
La teoría tan extendida de que Sharon toca de oído, de que improvisa en la graduación del estrangulamiento, puede verse desmentida por lo que parece una tentativa de crimen perfecto, preferentemente sin cadáver, cuyo objetivo, a través del vía crucis de Arafat, apunta a la destrucción del concepto mismo de nación en Palestina; a crear una situación de tal grado intolerable en Cisjordania y Gaza que todo aquel que pueda rehacerse una vida en cualquier sitio vote con los pies eligiendo la diáspora. De los cerca de cuatro millones de residentes nativos en los territorios ocupados, se calcula que en el último año más de 160.000 ya han abandonado la partida.
La Intifada de las Mezquitas no parece que vaya a menguar en lo inmediato, si no se produce una decidida intervención norteamericana exigiendo la liberación de Arafat y un alto el fuego, pero lo que Sharon busca es negar progresivamente el aire de la inteligencia, de la representatividad social, de la capacidad de encarnación que un pueblo busca en sus líderes, para desnacionalizar a un colectivo haciendo que se disperse por el mundo, como al propio pueblo israelí se obligó un día, o que se rinda extenuado allí donde aún reside.
En ese cuadro, sí tendría sentido la operación de reducción hasta por el hambre y la sed, no menos que por una provocación mental, que puede conducir a la locura a quien tan sólo es un hombre, por mucho que represente hoy a la patria palestina.
Si Arafat tirara la toalla, si accediera de la forma que más abyecta pudiera parecer a su propia opinión nacional, a las durísimas exigencias israelíes, Ariel Sharon sí que habría demostrado que, después de todo, tenía un plan para ganar esta nueva guerra de Oriente Próximo.
¿Pero cabe que el mundo permanezca impávido ante este asesinato caracteriológico en ya no tan cámara lenta? Es evidente que si las naciones árabes, buenas conocedoras de su propia impotencia, pueden, no será la comunidad internacional la que lo impida. ¡Cuánto habrá añorado Arafat estos días a la antigua Unión Soviética, y lamentado el 11 de septiembre! Porque con la primera y sin el segundo, Sharon habría carecido hoy de la materia prima necesaria para avanzar en pos de su designio.
Y todo ello nos lleva a un único e inescapable punto de partida. Sólo Estados Unidos puede devolver un adarme de cordura a esta voladura mortalmente controlada del conflicto de Oriente Próximo. Yasir Arafat puede seguir viviendo; el objetivo es que quien muera sea Palestina.
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