La pesadilla argentina
CUANDO EL PASADO DÍA 17 abandonaba Buenos Aires la misión del Fondo Monetario Internacional (FMI), tras diez días de negociaciones con las autoridades argentinas, éstas ya sabían que el desplome del peso sería el resultado más probable una vez se hiciera pública la ausencia de iniciativas concretas de apoyo por esa institución multilateral. Los intentos del presidente Eduardo Duhalde por aprovechar el clima, aparentemente más propicio, que ofrecía la conferencia de Naciones Unidas sobre la pobreza en Monterrey, el pasado fin de semana, encontraron una respuesta del presidente George Bush que confirmaba las exigencias de saneamientos adicionales en las finanzas públicas antes de contar con algún programa de asistencia financiera. El lunes, la cotización del peso caía hasta los cuatro dólares, obligando a las autoridades a intervenir en los mercados de divisas más intensamente que en jornadas anteriores, y a adoptar nuevas restricciones sobre el funcionamiento de ese mercado.
A estas alturas, pocos son los que confían en la contención de la demanda de dólares y en la eficacia de las intervenciones del banco central para sostener el peso en un nivel compatible con una inflación controlable
Desde la suspensión de pagos de la deuda y el posterior abandono del régimen cambiario, que durante diez años ha garantizado la convertibilidad del peso en dólares en términos paritarios, el retorno de la hiperinflación de finales de los ochenta era lo único que le faltaba a aquella economía para exhibir el cuadro más adverso que pudiera concebirse: prolongación de la larga recesión, deterioro del sistema bancario, elevados tipos de interés, sequía de capitales exteriores y manifiesta precariedad política. Ahora, no sólo los precios de los bienes importados justifican esa inquietud.
Las limitaciones impuestas al libre intercambio de pesos por dólares (máximos diarios de compra a particulares y empresas, reducción de las horas de apertura de las casas de cambio, etcétera), aunque han conseguido reconducir parcialmente el tipo de cambio del peso, no constituyen sino un parche más en un país que, en apenas tres meses, ya ha presenciado el más amplio despliegue de terapias de urgencia. A estas alturas, pocos son los que confían en esa contención de la demanda de dólares y en la eficacia de las intervenciones del banco central, destinadas a sostener el precio del peso en un nivel compatible con una inflación controlable. No faltan razones para anticipar que el principal efecto de esas nuevas distorsiones será la ampliación de la ya importante economía paralela (en las casas de cambio no pertenecientes al circuito controlado por el banco central la cotización del peso, el martes, superó los cuatro dólares), además del aumento en la irritación social. El único freno a esa avidez por la moneda estadounidense es el descenso de la renta de una parte creciente de la población, el empobrecimiento, del que, sin necesidad de recurrir a otros indicadores, da idea el mantenimiento de una tasa de desempleo por encima del 25% y el estancamiento del crecimiento de los salarios de los que están empleados.
El final de esta pesadilla, la restauración de una mínima confianza, sólo será posible con el apoyo exterior, lo que, hoy por hoy , al igual que hace tres meses, significa financiación del FMI. Las reticencias de esa institución y de su principal socio no son muy distintas a las que plantean los inversores privados, nacionales y extranjeros; no se amparan únicamente en la desconfianza sobre la capacidad de los gobernantes actuales para llevar a cabo reformas económicas, algunas de ellas socialmente costosas, sino en la posibilidad de articular un esquema de convivencia que restaure la confianza de los propios argentinos. Que éstos mantengan en el exterior activos por más de 103.000 millones de dólares (la mayoría en activos financieros e inmobiliarios), de los que 13.000 salieron en 2001, no favorece precisamente esa apuesta exterior.
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