Se va otro 'chico de la foto'
En aquella cena que George Cukor organizó en su casa para festejar a Luis Buñuel por su reciente oscar (1972), se reunieron algunos de los mejores directores americanos del cine sonoro. Nada menos que John Ford, Hitchcock, William Wyler, Robert Wise, Rouben Mamoulian, George Stevens y Billy Wilder. Al acabar el ágape, inmortalizaron el encuentro en una instantánea que, 14 años después, el Festival de San Sebastián quiso homenajear con el cariñoso nombre de Los chicos de la foto.
Con ese motivo Billy Wilder me recibió en su despacho de United Artists en Los Ángeles, un espacio pequeñito e impersonal, que la productora le había cedido para que juzgara -en teoría- nuevos guiones, pero probablemente, y con mayor razón, con la remota esperanza de que rodara una nueva película o quién sabe si para agradecerle tantos éxitos pasados.
Ya lo he contado en otras ocasiones: el legendario director tenía aspecto de bon vivant, risueño y charlatán, encantado de su propio ingenio y de la admiración que le estábamos manifestando. A Billy Wilder, el más lúcido y corrosivo cineasta del cine sonoro, el mejor constructor de historias, el más crítico, independiente e imaginativo, le hizo gracia el proyecto del ciclo, y recordó aquella cena de la foto con pequeños detalles. Pero no quería viajar o no quería hacerlo a San Sebastián, lugar donde jamás había estado, pero del que alguien le había advertido que recibir allí un homenaje era arriesgarse a tener los días contados. 'Ya no volveré a Europa', decía, y casi fue cierto: tuvieron que pasar varios años para que aceptara un homenaje en el Festival de Berlín, tal vez allí se encontraba más en su casa.
Era buen narrador de chismes. Nos contó que una vez al bizco actor Victor Mature no le dejaban entrar en un club privado exclusivo para productores: 'Lo siento, señor Mature, pero en este lugar no pueden entrar actores'.
Según contaba Wilder, Victor Mature se fue corriendo a su casa y encontró fácilmente una crítica en la que se leía claramente que él, de actor, nada. Con el papel en la mano se precipitó de nuevo a la puerta del club exigiendo entrar. Es una anécdota que luego he oído aplicada a otros actores o en otras circunstancias, pero fue entonces cuando me divirtió por vez primera, escenificada con gestos y risotadas por un Billy Wilder dispuesto a desplegar ante nosotros toda su perversidad, confirmando aquella definición que de él hizo William Holden: 'Tiene la mente llena de hojas de afeitar'.
Insistimos en que viniera a San Sebastián, asegurándole que él era el director y guionista más admirado, y que en áquel, nuestro lejano lugar de Europa, seguía siendo el mismísimo Dios, como después diría Fernando Trueba (y en la columna de aquí al lado Fernández-Santos). Estaba, según decía, muy ocupado con varios proyectos en marcha, que desgraciadamente no se han materializado en películas.
Al despedirnos, seguía dispuesto a continuar su representación, sintiéndose un tanto frustrado. '¿Se van ya? ¿No quieren que les dedique una foto?', dijo abriendo un cajón en el que tenía un surtido variado. Nos alargó una a cada uno: 'Venga, así podrán demostrar que me han visto'.
Estar junto a un genio probablemente hace soñar en un contagio milagroso, aunque, en realidad, sólo se evidencia la imposibilidad de explicarle hasta qué punto se le agradece el placer que nos ha producido. Si el arte es en sí mismo ambiguo, el del cine se lleva la palma. Habría que tener el talento de Billy Wilder para saber explicar el suyo. Nuestra admiración de baba durante aquel encuentro -¡hace ya 16 años!- sin duda alentó su vanidad, pero nos dejó una impresión de pardillos. ¡Qué suerte tuvo Trueba que sí se lo pudo decir!
Babelia
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