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Columna
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El hombre que no era triste

Manuel Rivas

Creo que Carlos Casares preferiría no asistir a su propio entierro. En mi ciudad hay una funeraria publicitada en los autobuses del transporte público con el lema: 'Confíenos tan delicado momento'. Ojalá también se encargase de este tipo de necrológicas. Porque hablar de la repentina muerte de Casares es como aceptar la victoria de lo absurdo. Era un hombre que alegraba y amaba la vida y que debería estar exento de estos trámites.

Sus dos últimos artículos los dedicó a una polémica de hondo calado popular en la tradición gallega: ¿Beben o no beben agua los conejos? Carlos Casares Mouriño era un hombre muy culto y nunca se dejó atrapar por la indiferencia. Estaba muy prevenido contra las estupideces de la historia, sabía que nos movemos en una geología trágica. Se le notaba hasta cuando hablaba de los conejos o de su gato Samuel o de ese peral que llaman el Buen Cristiano de Williams. Pero la atención que prestaba a las pequeñas briznas de la vida eran su forma de combatir dos de las presencias que le causaban desasosiego: la explotación de la angustia y la pedantería literaria.

Compartía con Alvaro Cunqueiro la fascinación por una cita del Dante, cuando los tristes gritan en el infierno su pecado al gibelino: 'Fuimos tristes en el aire dulce que del sol se alegra'. Ahora me susurran al oído que ha dejado escrita una novela inédita titulada, cómo no, O sol do verán (El sol del verano). Todas las mañanas hay que escoger un motivo gráfico para seguir viviendo. Y él escogía las plantas de la alegría, la belleza y la compasión, como el personaje de uno de sus más hermosos cuentos, El judío Jacob, de 'Los oscuros sueños de Clío', que rechaza de Dios la oferta de un apocalipsis terrenal para poner fin a sus sufrimientos.

Dicen que la media volumétrica del cerebro humano son 1.375 centímetros cúbicos. En ese espacio, y entre otras cosas, Carlos cultivaba una de las bibliotecas más maravillosas que circulaban hasta hoy por el mundo. Nadie que haya compartido con él una velada podrá olvidarla jamás. Sus relatos orales eran como mariposas nocturnas alrededor de una lámpara. Ahora que lo pienso, había en su actitud algo de la Sherezade de las mil y una noches. Una historia más. Y otra. Y otra. Una forma de saciar y vencer a un invisible murciélago. Él, que desconfiaba de la literatura como apostolado, sí que sabía que ningún relato era inocente. Se sentiría feliz, con Nabokov, si uno de sus cuentos sirviese al menos para 'hacer retroceder a un bruto'.

Y si de paso hacían retroceder a un pedante, pues tanto mejor. La presencia de Carlos Casares era una garantía de salubridad en cualquier encuentro literario o académico. Él podría ahogar en citas, si quisiera, a un ponente ebrio de retórica. Pero cuando éste surgía, Carlos Casares reconstruía sutilmente ese atajo que une literatura y vida. Y hablaba de otros clásicos. Del abuelo que le enseñó el secreto de la literatura con el relato de un duelo en el que él fue testigo. El niño Casares escuchaba a Shakespeare en los labios campesinos. Cuando el abuelo acudía en socorro, el perdedor le decía: '¡Estoy muerto! Seguid vuestro camino que ya vendrán los míos a recogerme'. O contaba la historia de aquel director de orquesta que mandó parar el concierto para que se escuchasen en la noche las doce campanadas de la torre del reloj de la catedral de Santiago. O la última declaración de amor, la que había oído sin querer en un parque: 'Si me das un beso, te doy una peseta'.

Incluso sus enemigos, si es que tenía alguno, le dedicarán una lágrima verdadera nacida del centro. Del enigma. Ese lugar donde ronda un tal Dios y que tanto fascinaba a Carlos Casares.

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