El editor
El día en que editores, escritores, periodistas y amigos dijeron adiós a José Ortega Spottorno en el cementerio de La Almudena de Madrid dos viejos amigos, el diseñador Daniel Gil y el editor Jaime Salinas, se vieron de lejos, se acercaron con la timidez que ha hecho de ellos dos estrellas visibles porque se sitúan fuera del firmamento, y cuando ya estuvieron uno frente al otro, en la soledad inevitable de las multitudes que despiden, se dieron un abrazo que no sólo era un reencuentro. Los dos -con Javier Pradera: ayer decía Sergi Vila Sanjuán en La Vanguardia de Salinas y Pradera: 'Dos editores de primera clase'- significaban allí, en ese adiós al editor Ortega, el símbolo de una etapa especialmente fructífera en la historia de la lectura en España. No se puede hacer sin Alianza Editorial; Ortega la inspiró, Pradera y Salinas le dieron el sentido editorial al sueño y Daniel Gil dibujó lo que iba a ser una imagen indeleble del mejor tiempo del libro de bolsillo en nuestro país. No sólo vivimos entonces del aprendizaje que ellos nos propusieron, haciéndonos leer a los grandes clásicos, asistiendo a los retos que nos impusieron, dándonos a aprender más, sino que ahora mismo la memoria de la generación que tiene medio siglo, y más, no guarda mejor memoria de la cultura que la que ellos nos dejaron ver cuando leer no era aquí solamente un placer.
¿Cómo lo hicieron, cómo lo hizo Ortega? Por lo que resulta evidente, el editor es un hombre que vive pendiente de las pasiones y de las necesidades de su sociedad; Ortega tenía el pulso que le dejaron el padre y otros Ortega que hicieron de su familia una historia singular, que él mismo ha escrito en un libro que él mismo no ha visto editado. A esa pasión por mirar y contar con los ojos y la pluma de los otros, el editor añade, y eso lo tuvo muy en cuenta Ortega Spottorno, su carácter vicario; Alfonso X el Sabio decía que un rey no escribía un libro porque él mismo lo hiciera, sino porque lo mandaba hacer, y en esa estatura de rey oculto -por decirlo de alguna manera- se sitúa el buen editor, que no hace los libros, sino que los incita, los arrastra, los imprime y luego los divulga como si él mismo los hubiera escrito, pero se oculta.
Era un editor, no cabe duda. Su idea feliz de que había que hacer un nuevo periódico para una España que era nueva -ese cuarto hijo del que hablaba aquí su hijo Andrés Ortega- fructificó en EL PAÍS como un libro muy especial salido de su pasión por ver cómo estaban las pasiones y las necesidades de un país que fue también su vocación y su patria. Para hacerlo se rodeó de gente, de muchísima gente, pues es cierto que sus voluntades editoriales siempre tuvieron como objetivo convertir lo que tocaba en proyectos colectivos.
Era un hombre de modos corteses y tímidos: siempre hemos contado, quienes le conocimos, que hay dos personajes en este país que no saben despedirse por teléfono; el otro es Manuel Vázquez Montalbán. No es ni altanería ni suficiencia, ni siquiera representan sus abruptas maneras de despedirse -colgando el teléfono, tan simplemente- modos de explicar que ya se acabó la conversación; esa timidez revela, sólo, que todas las conversaciones siguen pendientes. Y en el periódico siempre vi a Ortega, que era primero el presidente y luego el presidente de honor, como un hombre tímido que iba a través de la Redacción con un papel en la mano: era, siempre, un artículo ajeno al que él buscaba cobijo en las enmarañadas taquillas de las secciones, siempre abigarradas, azotadas por la falta de espacio, del periódico al que, sí, él quería como un hijo.
Decía Andrés Ortega, glosando la figura de su padre, que éste se emocionó mucho cuando los trabajadores del diario que él fundó le rindieron el emocionado aplauso de los 25 años de vida de EL PAÍS. De alguna manera, ese aplauso es una ovación íntima de millones de lectores que hemos vivido gracias a su pasión.
Babelia
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