Chador y abalorios
Ainhoa viste unos pantalones ceñidos y un top que le deja al descubierto el ombligo y parte de los lomos. Entra en clase sin que nadie le diga nada y se sienta junto a Beatriz, que hoy se cubre con un turbante de calderera. Las dos cuchichean algo cuando ver entrar en la clase a Antton, muslos de surfer y camiseta de ni se sabe, aunque generosa con sobacos y costalada. Ainhoa se acerca a la mesa del profesor como para preguntarle algo y se estira, y si el profesor no le ha visto hasta las amígdalas es que es pura ceguera. Antton se frota los muslos mientras conversa con Adrián, de riguroso negro y lleno de colgajos, sin que le falten cruces ni pegatinas reivindicativas de cualquier cosa. Se les junta Peio (sic), pelo de color azul ángel hoy, anteayer de color picota, quien hace de su cabeza tema permanente de conversación y les confiesa a sus compañeros que le encantaría rapársela y dejarse sólo una cruz gamada de pelo color esmeralda si ese no fuera un símbolo español (también sic). En caso de que algún día se decida y opte por su cabeza soñada, nadie le dirá nada a Peio (sic), como tampoco les ha dicho nadie nada a Ainhoa, Beatriz, Antton o Adrián. Mas hete aquí que de pronto entra en clase Fátima con un pañuelito que la cubre, y al profesor, a la institución, al país, les tiemblan los belfos.
Y es que el pañuelito de Fátima no es exactamente lo mismo que la liga con que se martiriza las sienes Amaia. En realidad no se trata de un pañuelo, sino de un chador, aunque alguien matice que es un hiyab, y lo que nada hubiera significado en la cabeza de Ainhoa, de Beatriz, o de Amaia, en la cabeza de Fátima comienza a cargarse de significado. Fátima es musulmana. A nadie le preocupará jamás lo que sean sus demás compañeros, puesto que en una institución laica, o financiada por un Estado laico, lo que sean pertenece al ámbito privado, tan privado como el gusto, que les permite llevar indumentarias que a veces sobrepasan el límite del decoro. Pero la institución ha definido con claridad su función y objetivos, y entre ellos no está el de fijar normas indumentarias que puedan coartar la libertad de sus alumnos en todo aquello que remita precisamente al ámbito privado y que, justo por ello, carece de significado para la institución. El pañuelo de Fátima es sólo un pañuelo, de la misma manera que el turbante de calderera de Beatriz es sólo un turbante.
Cuando una institución laica, o una sociedad democrática, atribuye al pañuelo de Fátima un significado que lo distingue en exclusiva como ideologema, está atentando contra sus propias bases y haciendo suyos los prejuicios que pretende combatir, o ante los que ha decidido mostrarse indiferente. No hay otro ámbito público que el de la ley, y el mundo de las creencias pertenece al terreno privado. La exhibición externa de signos o símbolos de una creencia, de cualquiera, no significa por lo tanto lo mismo en ambos niveles. A nivel personal, el pañuelo de Fátima es expresión de su fe religiosa, pero a nivel público, el de la ley, no es más que una prenda carente de significado, puesto que si la ley le otorgara un reconocimiento de su estatus religioso y como tal lo vetara, estaría reconociendo de forma implícita su propia fundamentación religiosa, salvo si prohibiera toda creencia. No puede hacer suyos los significados que a esos signos les atribuye la correspondiente fe sin caer en esa contradicción de principio. Y si considera, como algunos aducen, que el uso del hiyab es vejatorio para la mujer y que atenta contra su libertad y contra el principio de igualdad de los sexos, en ese caso tendrá que prohibir su uso no sólo en las escuelas, sino en cualquier lugar de todo el territorio nacional. Naturalmente, tendría que aplicar el mismo criterio también contra determinadas prácticas de otras religiones. Lo que la sociedad abierta tendrá que mostrar a los musulmanes es que su religión pertenece al ámbito privado y que no les exime de cumplir la ley: que Fátima tiene que estar escolarizada hasta los 16 años y que tiene que hacer gimnasia.
Más, mucho más grave que el caso de Fátima me parece el juego de los abalorios que comienza a imponerse en algunos centros de enseñanza vascos. A quien hablaba en euskera en épocas atroces lo castigaban con el anillo. A quien habla en castellano, ahora, en esos centros empiezan a castigarlo con una pulsera. Cuestión de valor: el anillo reprimía, la pulsera estimula. Desde el euskocentrismo, lo mismo adquiere significados diversos: negativo en un caso, positivo en el otro. Y esto ya no es cuestión de indumentaria, a pesar de que a los vascos, al parecer, nos gusten las joyas. Apunto.
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