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EN LA MUERTE DEL FUNDADOR DE EL PAÍS
Columna
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La generosa sonrisa de siempre

Ciertas personas se dibujan en nuestra percepción y, por lo tanto, en nuestra memoria, a través de distintos momentos; va cambiando su físico si encuentros y percepciones se producen a lo largo de los años y, a veces, hay una determinada manera de mirar, un tono de voz, una manera de sonreír que permanece invariable con el paso del tiempo. Para mí ese trazo permanente, en mis distintos encuentros con José Ortega, era y es, a lo largo de más o menos cuarenta y cinco años, su sonrisa. Una sonrisa que a la vez era acogedora y bondadosa, aunque salvaguardaba la reserva cortés del personaje.

Mi primer recuerdo de él se remonta a finales de los años cincuenta, cuando me lo presentó mi maestro don Luis García Valdeavellano, quizás en la sede de la Revista de Occidente o en la librería de León Sánchez Cuesta, en la calle Serrano, a la que don Luis iba casi todos los mediodías. Sí recuerdo bien que su cabeza, sus silencios a lo largo de la conversación que sostuvimos, su manera de mirarme, me recordaban la forma de la cabeza, la densa manera de estar callado, cuando se callaba, y la mirada, en este caso oscura, magnética, de su padre, a quien había conocido en una larga cena y velada en casa del doctor Oliver Pascual, cinco años antes. Pero la mirada de José, el hijo, era azul, como la de su hermana Soledad, y la sonrisa de la cara parecía comunicársele a los ojos mientras te hablaba.

Un segundo encuentro, claro y preciso en mi memoria, se produjo unos años después en Alianza Editorial, donde quizás fui a ver o me llevó Jaime Salinas. Otra vez la sonrisa amable y generosa al verme, y una larga conversación, llena de preguntas por su parte, sobre lo que hacía, sobre mi amistad, ya entonces de más de veinte años, con Carlos Barral, al que elogió como editor y me habló de su Biblioteca Breve, que también nació de la mano de Jaime Salinas. De alguna manera, la conversación recayó en mi mujer y en su apellido, y fue entonces, al hablar de Demetrio Delgado de Torres, cuando supe que, al igual que el tío de mi mujer, él era ingeniero agrónomo.

No pasó mucho tiempo cuando lo volví a encontrar, esta vez estaba con su hermana Soledad. La Revista de Occidente me había publicado una extensa crítica, Soledad me dijo que habían estado dudando en publicarla en la sección de ensayos, sobre la recién publicada novela de Juan Benet, Volverás a Región. José Ortega, al darme la mano, me dijo que la crítica le había gustado mucho y que debía seguir escribiendo; y otra vez la cálida bondad de su sonrisa en aquella lejana conversación sobre Benet, su sorprendente novela y, en algún momento, los acontecimientos del 68 en Francia.

La venta de su participación en Alianza Editorial, la fundación de EL PAÍS, fueron acontecimientos que viví día a día con mis amigos Manuel Varela Uña y Pablo Garcia Arenal, y en aquellos agitados años del final del franquismo, lo encuentro una y otra vez en momentos distintos, acompañando yo a Manuel Varela o él acompañándome a mí.

Y nos vimos y nos dimos un abrazo en la apertura de las primeras Cortes democráticas, en julio de 1977, él recién nombrado senador por designación del Rey, yo recién nombrado ministro de Industria y Energía por Adolfo Suárez. Los dos con la misma emoción y la misma alegría, y las mismas preocupaciones compartidas.

Y quiero terminar con este otro recuerdo imborrable. En marzo de 1999, el Foro Agrario, a través de su presidente, José Lostao, me había invitado y comprometido a dar una conferencia en el ciclo de La Agricultura en el umbral del siglo XXI. Mi conferencia tenía que versar sobre Las incertidumbres en la agricultura española. Inauguraba yo la sesión de la tarde, y al entrar en el hemiciclo mi sorpresa fue encontrar, sentado al lado de mi amigo Manuel Varela, a José Ortega. Al preguntarle que cómo era que estaba allí, me contestó: 'He venido a oírte; no olvides que soy ingeniero agrónomo'. Como siempre hago, no leí los treinta o cuarenta folios que llevaba escritos y hablé, a veces con pasión, 'desde mi larga, envejecida y personal experiencia', de la permanente incertidumbre de nuestras explotaciones agroganaderas de secano, y sobre todo, de la dehesa extremeña y de sus razas autóctonas. Llevamos, al acabarse las intervenciones y saludos finales, mi mujer y yo a José Ortega a su casa; no paró de hablarnos con conocimiento y entusiasmo de todo lo que se había dicho, y de su no realizada vocación como estudioso de tales temas. Mi mujer decía después que nunca le había oído hablar tanto. Nos bajamos, en la puerta de su casa, a despedirle. Nos abrazamos; me retuvo un momento, sus manos sobre mis hombros, para decirme: 'Has estado muy bien. Muy bien tu defensa de las razas autóctonas'. Desde la puerta, sonriendo, la generosa sonrisa de siempre, sin reserva alguna en esta ocasión, nos dijo adiós con la mano.

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