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EN LA MUERTE DEL FUNDADOR DE EL PAÍS

La muerte de mi padre

En junio [de 1955] volvió mi padre a Madrid y se animó a hacer una larga excursión veraniega por la costa del Cantábrico en un coche que yo alquilé con todas las seguridades, que luego no fueron tantas. Mis padres iban acompañados del matrimonio García Gómez, Emilio y María Luisa, él uno de los intelectuales más estimados por mi padre. En Santillana del Mar se harían en el claustro una foto los cuatro viajeros, que sería la última fotografía de mi padre. Cansado, suspendió la excursión dejando a los García Gómez en la Universidad Internacional de Santander, y ellos se volvieron a Madrid, durmiendo en Castilleja, en casa de Soledad y Pepe Varela, y pasaron al día siguiente por nuestra casa alquilada de Torrelodones. Mi hermano Miguel ya nos había advertido de la gravedad del estado de nuestro padre -un cáncer generalizado-, que se confirmó al examinarle en Madrid un grupo de los mejores médicos. Se le ingresó en el sanatorio Ruber y le operó el cirujano general, número uno entonces en Madrid, el doctor Plácido González Duarte, que se limitó a abrirle, suprimirle algún nervio doloroso y cerrarle la herida de nuevo. Se le hicieron varias transfusiones -algunos donantes de su grupo fueron Carlos Rodríguez Spiteri, a quien habló de Málaga mientras tomaba su sangre, y yo mismo-. El 17 de octubre pudimos trasladarlo a Monte Esquinza, y el 18 por la tarde moría sin remedio en nuestra casa.

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Su cuarto hijo
'LOS ORTEGA', UNA MEMORIA PÓSTUMA SOBRE LA FAMILIA
Por un periódico liberal

La noticia de la enfermedad de Ortega corrió como la pólvora por todo el mundo y no sólo en España. En el sanatorio y en casa las llamadas de América -del Norte y del Sur- no paraban un instante y los periódicos de todo el mundo querían todos los detalles.

La tarde del 18, ya cadáver, el ministro de Propaganda, señor Arias Salgado, prohibió a los periodistas sacar en portada del día siguiente la imagen del difunto. Sólo nuestro amigo Luis Calvo, director entonces del Abc, se atrevió a reproducir en su portada la mascarilla del difunto que había hecho en la noche del 18 el escultor Juan Cristóbal, que quedó en su taller, luego museo. Pero Arias Salgado no sabía al dar esa orden denigrante que en la mañana del 19 empezaron a llegar pésames de varios jefes de Estado y de Gobierno, entre ellos Adenauer, lo cual movilizó a Franco a enviar también su condolencia. Pero la medida nos pareció tan indignante que acordamos los tres hermanos no aceptar que ningún ministro presidiera el cortejo fúnebre, a pesar de que iba ser el ministro de Educación, Ruiz-Giménez, amigo nuestro y excelente persona. El duelo se despidió en la misma calle de Monte Esquinza, presidido por los tres hermanos -mi cuñado José Varela en representación de Soledad- y el tío Manolo Ortega, y luego se formó una cola de automóviles y autobuses que acompañaron al féretro hasta la sacramental de San Isidro, donde habíamos adquirido una parcela.

No existiendo ninguna nota, ni por escrito ni de palabra, de mi padre sobre sus últimas voluntades respecto a dónde quería ser enterrado, dejamos a nuestra madre que decidiera, como era justo. No nos extrañó esa falta de noticias en un hombre que muchas veces se quejó de que 'en España es difícil hasta morirse'. También fue ella la que autorizó la entrada en la habitación del moribundo del padre agustino Félix García. Éste salió contento con la visita, pero yo pienso que mi padre, ya poco consciente, creyó ver entrar a su amigo el padre Félix, cuya amistad nacía de su simultánea admiración por san Agustín. En todo caso, los tres hermanos publicamos en el Abc una carta dejando las cosas en su sitio.

Muchos jóvenes nos acompañaron al cementerio. Parecían descubrir el valor ético e intelectual de aquel hombre cuya misión en esta vida fue sobre todo amar a España y tratar de mejorar su nivel cultural y político.

Mientras los tres hermanos dormíamos nuestro cansancio, la noche del último 18 de octubre, cuando ya los visitantes se habían despedido, unos cuantos íntimos hicieron su oficio de difuntos leyendo las páginas en que Ortega habla de la muerte. Estaban allí Fernando Vela, Xabier Zubiri, Julián Marías, Emilio García Gómez, Paulino Garagorri, Antonio Rodríguez Huéscar y algún otro, a través de cuyas voces levemente empañadas oyeron a Ortega. 'Nos recordaba -escribió este último- que lo que llamamos la muerte es sólo una teoría, la realidad que hay debajo de ella es la soledad en que nos quedamos cuando alguien muere'. Como recordó Vela, Ortega había escrito en su juventud: 'Los muertos no mueren por completo cuando mueren; largo tiempo permanecen; largo tiempo flota entre los vivos que les amaron algo incierto de ellos. Si en esa sazón respiramos a plenos pulmones y abrimos las puertecillas de nuestro sentimentalismo, los muertos entran dentro de nosotros, hacen en nosotros morada, y agradecidos como sólo los muertos saben serlo, dejándonos en herencia la henchida aljaba de sus virtudes'. La verdad es que en todos los momentos importantes de mi vida he sentido siempre a mi padre dentro de ella.

Últimas páginas escritas por José Ortega Spottorno, en las que recuerda las últimas horas de José Ortega y Gasset.

José Ortega Spottorno y su padre, José Ortega y Gasset, en Sintra (Portugal) en 1943.
José Ortega Spottorno y su padre, José Ortega y Gasset, en Sintra (Portugal) en 1943.

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