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Columna
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El final de la aventura

Esta noche no tengo pudor. Hoy, miércoles día... (tengo que mirar el periódico) 6 de febrero, he terminado la película. A las diez de la noche acabamos de mezclar la última bobina, y con ello acaba mi aventura. Todo lo que ocurra a partir de ahora, por intenso y brillante que sea, me es ajeno o casi. Cuando hable de Hable con ella tendré que evocar los recuerdos de lo vivido hasta este preciso instante. Aunque hable en tiempo presente, siempre me referiré al pasado, porque todo lo que me importaba ya pasó. Es el turno de la memoria y de la disciplina. Del mercado y de los números. De las entrevistas, las fiestas, el aturdimiento y las taquillas. Es el momento de las respuestas. Pero este segundo acto, esencial, no tiene nada que ver con lo que a mí me arrastró a meterme de cabeza en la jungla de Hable con ella.

'Esta noche no paro de llorar por todos los personajes de Hable con ella...Lloro porque han desaparecido de mi vida, de mi vista, de mi mesa de trabajo, de mis sueños'.

(Espero que nadie se moleste, pero) cuando la película nace para los demás ha muerto para mí, no sé si muerto es la palabra, quiero decir que ya no vuelvo a relacionarme con ella como con algo vivo, algo que me provoca sensaciones, sentimientos, angustia, alegría, zozobra, terror y, a veces, instantes de rebosante satisfacción.

Terminar es tristísimo, afortunadamente lo olvido pronto, porque la tristeza siempre acude puntual a su cita con la película recién terminada. Es el momento de los abrazos, de los brindis con los compañeros de viaje, pero algo desaparece de tu mundo para siempre, algo que dependía de ti y que para bien o para mal ya no puedes hacer nada por ello. He consumido todas las oportunidades, y (cierto o no) tengo la impresión de haber perdido la mayoría de ellas.

Yo no siento que la película pertenezca a los demás (aunque eso sea indiscutible y real. Hay realidades que por mucho que se manifiesten y se repitan no las entiendo, ni las reconozco. La muerte es una de ellas, la muerte de personas, sentimientos, cosas concretas o abstracciones. Todo final de trayecto me entristece, aunque salga del infierno para entrar en el cielo). Para mí (al menos ahora), los demás sólo son vacío y oscuridad.

Esta noche no paro de llorar por todos los personajes de Hable con ella, como si la luz de la sala, al encenderse después de la proyección, se los hubiera tragado a todos ellos, como un terremoto. Lloro porque han desaparecido de mi vida, de mi vista, de mi mesa de trabajo, de mis sueños y de mis desvelos.

Trato de explicarme por qué la despedida de hoy ha sido más devastadora que otras; tal vez haya sido igual, pero siempre la olvido, afortunadamente.

Tengo la impresión de que el drama del locuaz enfermero Benigno (Javier Cámara) y el hermético Marco (Darío Grandinetti), se me ha quedado clavado, y me duele no poder resucitarlos aunque existan las secuelas y las sagas, el autor tiene unos límites, al menos yo los tengo (me los impone la propia historia de la que soy un simple médium) cuando escribo, ruedo, monto, sonorizo y mezclo. Hay una época en que ese límite no existe: cuando el personaje o la historia acaba de posarse en ti, cuando sólo es un embrión, una idea sin forma que se introduce en tus sueños.

Sé que esta reflexión repentina es melodramática, insensata, autocomplaciente, moñiga y peligrosa. Uno no debe lanzarse al ordenador en pleno bajón posparto, porque a las pocas horas tu mundo ha cambiado. Pero supongo que quería dejar constancia de este momento, consciente incluso de su sensiblería, justo porque esta sensación de tristeza y de pérdida desaparecerá en pocas horas. Y es bueno que así sea, porque cuando tenga que volver a vivirlo de nuevo, será como algo nuevo.

No importa si me avergüenzo mañana, aquí está el apunte de mis amargas lágrimas, aunque la verdad ya no me siento tan triste ni tan vacío como cuando comencé a escribir.

Acabo de recordar que mañana tengo una sesión de fotos para Vogue. Debo pensar qué me voy a poner.

Comienzo la promoción.

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