Estilismos traicioneros
Las tendencias de la moda giran hoy más que nunca en torno a la reflexión, a veces del pasado, otras del futuro; la asociación del arte de vanguardia con los vestidos de temporada también está presente como un referente que aporta algo de peso moral a las prendas. Hoy todo el mundo habla de tiempo de crisis, y se palpa cierta reserva en el ambiente; a la vez, la búsqueda de una sofisticación sin límites hace de la pasarela una Babilonia sin contenciones donde debe rebuscarse lo que nos interesa salvar y trascender el efímero acto del desfile.
El Salón Gaudí se abre esta vez en aire de desafío triunfal. Su presupuesto está en alza, los políticos entregados, las instalaciones y servicios al mejor nivel. En la feria los stands rebosan actividad. La polémica con la Pasarela Cibeles de Madrid crea una atmósfera de comparaciones constantes, desde los focos hasta el canapé, cuando los problemas son otros y mucho más severos. La competencia localista no tiene ningún sentido y los más sensatos no quieren ni oír hablar de polémicas domésticas. Los modistas asociados en torno a Gaudí, por boca de su portavoz, Lluís Juste de Nin, insisten en que cualquier planteamiento debe partir de lo que ellos llaman 'el hecho ciudad en la moda', ciudades contenedores y de su eficacia corporativa, como son los casos de Florencia, Milán, París o Nueva York, con sus ferias y sus salones.
Los asociados madrileños cercanos a Cibeles también han venido a Barcelona; están presentes en primera fila, junto a las autoridades del sector, un poco como convidados de piedra. Se les ve negociadores, pero aún es pronto para evaluar el resultado de este Gaudí y del Cibeles que comienza el día 17.
El estilismo como traición es otro de los grandes problemas de la moda española. A veces, un intento de epatar puede arruinar un producto, o un peluquero desatina un conjunto hasta convertirlo en un chiste. Otras, una presencia ajena salva una salida: así lo hizo Jordi Mollá, que sin emular a los apolíneos y distraídamente ambiguos modelos, se los merendó en el desfile de Antonio Miró, ocasión también para comprobar cómo una mujer hermosa se convierte en un desastre estético: Esther Cañadas con peluca negra y perro faldero. Mientras Totón Comella acudía a la magia felliniana del circo, con algo de picassiano en la ambientación.
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