Lejos, pero muy cerca
Lejos porque no llegamos a ser amigos, en el sentido estricto del término, aunque los encuentros, a lo largo de los años, siempre fueran afectuosos, teñidos de recíproca estima, a pesar de que nunca pudiera estar seguro de escapar a su ironía, de la que él mismo era, por otra parte, frecuente destinatario. Muy cerca porque bogábamos en el mismo barco del teatro, de un cierto teatro.
Mi primera puesta en escena fue en Huelva, en el salón de actos de los sindicatos: una copia inconsciente de La cornada, de Alfonso Sastre, dirigida por Adolfo en los últimos cincuenta. En la Escuela Nacional de Hostelería seguía, fascinado, la ligereza y facilidad de su juego en aquellas entregas de Bruno, con Amparo Baró, en la Televisión Española de entonces.
Durante un largo decenio me ausenté de España y cuando volví él seguía siendo un referente al que recurrir, para no sentirse demasiado solo en aquellos setenta. Portaba -también con Nuria- una antorcha que despedía una luz singular y ayudaba a soportar la grisalla circundante.
Un día, paseando por las Ramblas en Barcelona, lo vi salir del Poliorama, con los actores del Sócrates, vestido con elegancia muy deportiva, coronado por una gorra de tweed, como salido de una sastrería inglesa. Hablamos. Yo, con mi atuendo de progre con zamarra, me sentí cohibido: probablemente -así pienso hacia atrás-, como aún no sabía quién era yo, quise ser como él.
Me dijo cosas inolvidables tras ver Informe para una Academia, Gaspar o Arturo UI, y cuando programó el CDN me localizó en Nueva York para que dirigiera el espectáculo que lo inaguró: Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga. Cuando abandonó el CDN nunca creyó que yo fuera a sacar adelante La velada en Benicarló: a sus pullas contra Nuria y contra mí, desde sus columnas en la prensa, debo mi conocimiento de don Manuel Azaña y mi empeño en poner en pie uno de los mejores trabajos de mi vida.
Su comentada ironía nunca fue malévola, antes divertida, puro juego -no sé si dulcifico ahora los trazos- y él, a su vez, era de piel fina, muy sensible a las críticas, fácil de lacerar.
Su riquísima trayectoria como intérprete y director de escena ha de ser repasada una y otra vez; y su extraordinario trabajo poniendo las bases del CDN, en el que no tuvo el apoyo de los profesionales ni el de los políticos, y la creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que fundó, asentó y sostuvo, con inteligencia, realismo y tesón, nos deja en deuda con él.
Nunca le agradeceré bastante que él, todo un senior del teatro, no lo abandonara y continuara haciéndolo posible, sirviendo de ejemplo.
Casi me sentí avergonzado por mi prevención ante la energía que requieren determinados proyectos, el verle asumir dirección escénica y protagonismo compartido, ya enfermo, en un esfuerzo y logro aleccionador.
Me produce desazón y tristeza ver su velatorio en el Teatro Español, lejos de los dos escenarios, CDN y CNTC, que él marcó históricamente: sin duda elección propia de su viuda; sin duda por razones comprensibles. Siempre he pensado que su salida de la Compañía Nacional de Teatro Clásico le hirió muy hondo. Hoy, a pocos metros de su ataúd, alguien me comentó que no, que lo había superado. Quizás, quizás se sacó el clavo pero le quedó el agujero.
Puede que los que propiciaron su alejamiento de la CNTC pensaran que hacían lo que tenían que hacer. Opino que no era eso, que no era eso. No era tiempo de desquite, sino de generosidad. Y me recuerda la frase de Azaña en las Cortes ante un disparate inoportuno: 'Permítanme sus señorías que me sonroje en su lugar'. Con él, yo también he muerto un poco.
José Luis Gómez es actor y director teatral.
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