Rebelión en las provincias argentinas
El fantasma de la ruina dispara la violencia en las comunidades rurales del país
Casilda es una ciudad de 30.000 habitantes del sur de la provincia de Santa Fe, en plena Pampa húmeda argentina, donde productores agropecuarios y trabajadores industriales con poder adquisitivo de clase media vivían en paz y prosperidad. Explotaciones de soja, trigo y maíz, de 70 hectáreas de promedio, y una pequeña industria vinculada al campo abastecían con creces la necesidades de la población. La apacible Casilda se convirtió el martes 15 de enero en un campo de batalla infernal donde no los 'incontrolados' de siempre sino miles de ciudadanos enardecidos destrozaron las oficinas de los cinco bancos, de las compañías de teléfonos, agua y electricidad y de la Administración provincial de impuestos.
Una manifestación pacífica convocada por agrupaciones de comerciantes, la federación agraria y varias entidades defensoras de usuarios y consumidores degeneró en un ataque al que se sumó gente de toda condición. 'Había 8.000 personas y todas se apuntaron a las acciones violentas. Todos los comercios fueron cerrando para sumarse a la protesta', recuerda el intendente Eduardo Rosconi. 'Aquí nos conocemos todos y ahora el comentario más extendido es 'ché, fijáte quién estaba, quién tiró piedras''. La convivencia de Casilda está herida. En todas las empresas atacadas trabajan vecinos que ahora van cada mañana con miedo preguntando ¿vendrán otra vez? En algunas empresas, como Aguas Provinciales, los empleados estaban dentro cuando se produjo el ataque de la multitud.
'Ahora vivimos en una calma tensa. Si no se reactiva el aparato productivo, si no mejora la situación de muchas empresas, puede suceder cualquier cosa. Aquí nos inundaron con máquinas y productos agropecuarios importados. El productor no puede comprar nada porque está endeudado hasta las cejas, y los bancos le apuntillan con intereses usureros. Todas las ciudades de la Pampa están igual', explica el intendente de Casilda. 'Para que te escuchen hay que romper algo', decía un trabajador que aplaudía cuando los cristales de una oficina bancaria caían a pedazos. Una opinión que va en aumento y que explica la ira que anida en la población, a juzgar por los estallidos de violencia en numerosos puntos de Argentina.
La explosión de Casilda no se produce de la noche a la mañana. Los obreros de la metalúrgica Gherardi hace meses que no perciben los salarios que rondaban los 800 dólares, los industriales cierran sus fábricas porque no son competitivas y los productores agropecuarios están arruinados y endeudados. Los cortes de carretera de los empleados de Gherardi formaban ya parte del paisaje de Casilda, en una protesta tan prolongada en el tiempo como ineficaz. La semana pasada, 2.000 personas participaron en un cacerolazo. Fue un primer aviso. Pero nadie imaginaba una reacción violenta tan espontánea y masiva como la del 15 de enero.
El cacerolazo contra el corralito son las dos palabras que hoy están en boca de todos los argentinos. 'La clase media está incubando una presión definitiva que es legítima. Y hasta acá todos somos responsables', dice un asesor bancario.
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