Camilo
Mi memoria de Camilo se pierde entre las brumas de la adolescencia. La primera imagen fiel que de él guardo es la de un joven enteco y barbudo tomando una ducha ante la cámara del fotógrafo -supongo que sería Pastor- para un reportaje publicado en Arriba, el diario de la Falange, con motivo de su ingreso en la Real Academia Española. Tenía entonces poco más de cuarenta años, aunque la fama literaria le acompañaba desde su primera novela. Camilo José Cela, como Gonzalo Torrente Ballester, José María Sánchez Silva, César González Ruano o Rafael García Serrano, entre otros, perteneció a una generación de escritores y periodistas que prosperó al amparo del franquismo de la postguerra y que encontró en los ambientes del fascismo español la violencia creativa, los tonos laicos, broncos y rebeldes que trataban de imponer al régimen sus partidarios, frente a las otras familias políticas que apoyaban al dictador, como monárquicos o democristianos. Aquellas fotografías de un académico en pelotas (sólo hasta la cintura, claro), enjabonándose una barba tan larga y espesa que para sí la hubiera querido el mismísimo don Ramón Menéndez Pidal, pretendían transmitir una especie de desmitificación de la Academia y sugerían que la presencia en ella del autor de La familia de Pascual Duarte, Pabellón de reposo o La colmena, serviría para remozar, regenerar y modernizar la institución y desagraviarla, de paso, de las ofensas de otro ilustre gallego del parnaso literario, como Valle-Inclán. Esta fama protestataria, basada sobre todo en el uso de neologismos escabrosos, respondía a una genuina preocupación de Cela por distinguirse de la mediocridad artística que el franquismo imponía y que le había llevado, por razones puramente económicas, a desempeñarse durante un breve tiempo como censor en las dependencias gubernamentales. La recuperación de semejante suceso fue utilizada por diversos sectores de opinión, que boicotearon sus primeros intentos de obtener el Nobel a finales de la década de los setenta, y más tarde sirvió de pretexto a epónimos representantes del progresismo para emprender similar cruzada. Recuerdo, como si fuera hoy, una cena que mantuvimos ambos, mano a mano, en un restaurante entonces de moda en Madrid, después de la cual publiqué un artículo en EL PAÍS (*) solicitando abiertamente la concesión del premio para Camilo, y lamentando que el sectarismo de la vida española se hubiera cebado en su persona en momentos, precisamente, en los que tantos luchábamos por el consenso. Por eso me pareció doblemente injusta y aflictiva la manipulación a la que el propio Cela fue sometido, más tarde, por parte de un grupo de intelectuales y periodistas de fortuna, al servicio de la derecha hoy gobernante, que le utilizaron como ariete innecesario en sus peculiares reyertas contra todo lo que les petaba. Pero ni siquiera esa última peripecia me llevó a abandonar mi sincera relación de amistad con él, mi admiración por su obra, inseparable de su persona, y mi convicción de que la historia de las letras castellanas le contará siempre entre los grandes. Nuestra regular asistencia a los trabajos de la Academia nos permitió, desde hace un lustro, reanudar un diálogo dificultado por los acontecimientos que narro. No fue un personaje fácil para nadie, ni para su familia, ni para sus amigos, ni para sus lectores, pero hizo gala de una lucidez formidable, cuyo reconocimiento le regatearon muchos por culpa, desde luego, de los exabruptos verbales y el casticismo ritual de sus opiniones, pero también debido al hecho constatable de que el sectarismo español no es patrimonio de ninguna ideología. En el tramo final de su vida, el menos interesante desde el punto de vista de sus aportaciones literarias, fue víctima del menosprecio de algunos sectores que se sentían lógicamente agraviados por sus pronunciamientos machistas o por sus salidas de pata de banco. Desgraciadamente, estas trifulcas impidieron a muchos seguir reconociendo su evidente excelencia como creador, y todo lo que este país le debe. Creo que demasiadas veces fue incomprendido y se sintió injustamente vapuleado. Te van a dar más palos que a una estera, me dijo por escrito cuando publiqué mi primera novela, y luego me lo repitió cuando me prometió su voto para mi ingreso en la Academia. De eso tú sabes un montón, le contesté, pero siempre te ha importado un carajo. Tampoco era verdad. Incluso siendo consciente de que su nombre ya estaba inscrito con letra indeleble en la historia de la literatura, Camilo se dolía de las críticas adversas tanto o más que cuando era joven y, desde luego, se revolvía contra sus detractores con una virulencia más que literaria. No sé si era suya la frase, pero él solía decir que si los hijos de puta volaran, nunca veríamos el sol. En eso, como en muchas otras cosas, siempre estuvimos de acuerdo, aunque mantuvimos considerables diferencias al tiempo de identificar quiénes eran esos pájaros. Estoy seguro de que, si el cielo existe, desde esa nueva perspectiva que ha alcanzado, Camilo va a tener ahora mucho más fácil la tarea.
Se dolía de las críticas adversas tanto o más que cuando era joven
Demasiadas veces fue incomprendido y se sintió injustamente vapuleado
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