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Columna
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SOS yonqui

Doble tarea tienen los toxicómanos que quieran acudir al centro Hontza de Zamakola. No solo tienen que luchar contra la tiranía de la sustancia que un día se inocularon por vena y que les acarreó una sentencia de esclavitud para siempre, sino que ahora tienen que esquivar a los vecinos que no quieren ver toxicómanos por el barrio. El yonqui se nos aparece como el moderno intocable de las castas del siglo XXI. La quintaesencia del paria, señalado y marginado hasta la muerte. Algunos vecinos han elaborado un previsible plan -digo previsible por no decir obvio- en el que la herramienta de acción son las agresiones a toxicómanos -un puñetazo, una patada- advirtiendo con voz de capirote del KKK: 'Somos vecinos de Zamakola'. Y torta por aquí, torta por allá, quieren eliminar a los drogatas como si fueran talibanes, con un bombardeo de golpes. Si el ser yonqui fuera una raza podríamos hablar de racismo, pero ni siquiera existe ese privilegio para el toxicómano. La palabra yonqui viene de junk, dicho de otro modo, trasto viejo, por no decir basura de vertedero.

Justo es lo que todos pensamos: abrir un polideportivo municipal para toxicómanos en pleno barrio de Zamakola y darles clases de defensa personal a los yonquis no parece ser una solución apropiada, a pesar de que esté bien razonado. Sí, el polideportivo sería bueno para el barrio, pero la administración no puede permitirse el lujo de impartir cursos de boxeo o de artes marciales entre los yonquis para que se defiendan de los airados vecinos con ganchos de izquierda y uppercuts. Además, el estado físico de los toxicómanos no suele ser bueno, y su juego de piernas deja mucho que desear, así que justo es reconocer que esos vecinos de Zamakola con la mano tan larga lo tendrían fácil para seguir ejerciendo de abusones.

Por otra parte, los que pusieron Hontza deberían haberse dado cuenta hace mucho tiempo de que olvidaron sobornar en su día a los vecinos. En estos casos, la cosa se trata de cerrar el trato de la siguiente manera: 'Os pongo el centro, pero os regalo un jamón de bellota a cada uno'. Y seguro que, después de un breve regateo, todo el mundo tan contento. ¡Si es que las cosas funcionan así, para qué engañarse! 'Un hombre, un voto; un 'yonqui, un jamón'. No hay que olvidarlo jamás. Porque ahora va a ser dificilísimo ponerle un psicólogo personal de Osakidetza a cada vecino de Zamakola para que entre en razón. Digo psicólogo, porque a veces me pregunto si lo que hace falta es más policía o más psicólogos en el mundo para contener al ciudadano, cosa que me inquieta bastante.

Entre que se soluciona esto y aquello, a los yonquis, nuestros antihéroes, solo les queda una alternativa: intentar que no les partan la cara. Una aspiración legítima, al fin y al cabo, hasta para un yonqui. Ahora que se llevan tanto los guardaespaldas -qué importante debe sentirse uno, ¿no?- podríamos ponerles un par de ellos a cada toxicómano, para que se vea que en Euskadi todo el mundo está protegido y bien contento. Y que hasta los heroinómanos disfrutan de una buena calidad de vida -el mundo en rosa-, y que sólo se meten metadona de la mejor, y que les dejamos ser nuestros vecinos, porque 'el toxicómano tu vecino es; tu vecino es; tu vecino es'; como decía la canción de Barrio Sésamo.

Pero, desgraciadamente para todos, la convivencia no funciona, lo cual lleva a la conclusión de que no nos diferenciamos en mucho de otras sociedades que también tienen sus parias, sus intocables, sus apestados. Nuestra tendencia es apartarlos de nosotros, como si nuestra vida valiese más que la suya, como si disfrutásemos de más derechos que ellos. Por decirlo claramente, no tenemos nada que envidiar a los nazis. Muchos guardaespaldas van a hacer falta para protegernos de nosotros mismos en el futuro. De nuestra poca solidaridad y de nuestro egoísmo. De nuestra falta de humanidad y de nuestra ignorancia.

En estos tiempos que corren no se tiran envases de plástico, ni botellas de vidrio, ni latas de metal -todo se recicla- pero los hombres son arrojados a la basura sin posibilidad de recuperación. Lo que prueba que la mercancía humana, por desgracia, no se valora en la escala de valores de la suprema filosofía del reciclaje.

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