Inquietud argentina
No es que falten motivos de inquietud, pero que el peso argentino, en su primer día de flotación tras más de 10 años de cambio fijo, no se haya depreciado más de un 40% (hasta alcanzar los 1,70 dólares, frente al cambio oficial de 1,40) es más motivo de esperanza que de lo contrario.
Es cierto que las severas restricciones sobre la disposición de las cuentas bancarias, la atonía de la demanda interna y el estrangulamiento del comercio exterior no propiciaban precisamente la demanda de dólares. También lo es que seguramente la incertidumbre seguirá empujando a muchas personas a librarse de una moneda local cuyo precio ha sido contenido artificialmente durante demasiados años. Pero se ha hecho algo que había que hacer y no ha acontecido la catástrofe.
La desconfianza de los propios argentinos, de los inversores exteriores, de las agencias multilaterales, se mantiene, entre otras cosas, porque la esperada devaluación del peso ha estado acompañada de otras medidas que prolongan una interinidad plagada de amenazas. A la elevación de la inflación, habitual en la mayoría de las devaluaciones y ya reflejada en los precios de algunos bienes y servicios básicos, se añaden las incipientes consecuencias de una arbitraria serie de controles sobre el sistema financiero y de intervenciones en otros mercados.
La casuística creada en torno al funcionamiento del régimen cambiario dual, a la disposición de los depósitos bancarios, a la confiscación que de hecho suponen esas restricciones, o a la conversión a pesos de una parte de los préstamos del sistema bancario, se incorpora la pretensión de que una parte de los ingresos de las empresas exportadoras de crudo sirvan para compensar las importantes pérdidas en que van a incurrir las entidades financieras como consecuencia de esa pesificación de una parte significativa de sus activos.
El presidente Duhalde se enfrenta al dilema de optar entre un plan coherente pero sin suficiente consenso nacional o uno que le permita comenzar la reforma, aunque contenga medidas imperfectas. El Fondo Monetario Internacional ha vuelto a condicionar sus ayudas a la existencia de un programa realista de saneamiento económico que Duhalde no está en condiciones de ofrecer. Seguramente hay motivos que justifican la desconfianza, pero por el momento no parece haber muchas alternativas. Habrá por ello que dar un margen de confianza al intento, por más que la retórica contra los inversores extranjeros, mayoritariamente españoles, desvíe la atención respecto a los problemas reales y amenace con sumir a ese país en una rápida descapitalización.
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