Ariel Sharon: cuanto peor, mejor
El 'paseo' de Ariel Sharon por la explanada de las mezquitas, acompañado por un millar de policías y soldados armados hasta los dientes, fue la jugada estratégica más provechosa de su carrera: le izó, tras el previsible comienzo de la segunda Intifada, al puesto supremo que ambicionaba desde el fracaso de la ocupación del Líbano. A partir de entonces, gracias a su política de puño de hierro y a la promesa de traer la paz y la seguridad a sus compatriotas, ha alcanzado el nivel más alto de popularidad de los líderes israelíes entre una población que se siente amenazada por el odio que genera en su entorno y sólo confía en el recurso a la fuerza para acabar de una vez con el terrorismo islámico.
En nombre de una paz y una seguridad que se alejan conforme avanza el rodillo compresor del Ejército y arrecia la violencia contra la población palestina, el responsable de las matanzas de Sabra y Chatila ha puesto en marcha los mecanismos de lo que sólo puede denominarse terrorismo de Estado y ha reforzado el régimen de apartheid en los territorios ocupados en la Guerra de los Seis Días. La multiplicación y extensión de las colonias de ultrarreligiosos partidarios del Gran Israel, las brutales operaciones de castigo, el asesinato selectivo de líderes o agentes sospechosos de atentados anti-israelíes, las represalias colectivas contra poblaciones enteras, la irrupción de blindados y fuerzas de asalto en los guetos de la Franja de Gaza y las principales ciudades de Cisjordania crean una espiral de odio y agravios que se aviva con nuevos atentados palestinos y respuestas desproporcionadas en razón de las diferencias abismales existentes entre un ejército ultramoderno y unas milicias indisciplinadas y armadas de fusiles Kaláshnikov.
Tras el 11 de septiembre, el ya creciente poder del Tsahal en las decisiones políticas del Estado israelí ha transformado a éste en una mera correa de transmisión del Ejército, y la democracia israelí, calificada en sus comienzos como la única existente en Oriente Próximo, parece haberse disuelto en un mortífero consenso en torno a la opción militar. Sharon, el Ejército y los partidos religiosos dictan las decisiones a tomar, predican la venganza sin límites y consagran como un dogma de fe la victoria del más fuerte. Cuando, apremiado por las circunstancias -la necesidad de ofrecer algo a la opinión pública de los países musulmanes a causa de la guerra en Afganistán-, Bush habla de la creación de un Estado palestino, Sharon clama al cielo y compara el supuesto abandono del Estado judío con el de Checoslovaquia, entregada inerme a los nazis. Para Sharon, con esa lógica castrense que contamina peligrosamente grandes sectores de la sociedad israelí, Yasir Arafat y Bin Laden son exactamente lo mismo.
Las operaciones militares de las últimas semanas contra los palestinos -'inquilinos temporales' según algunos extremistas del Gran Israel bíblico- no pueden sino agravar el odio de unas poblaciones desamparadas y cuya seguridad nadie se atreve a garantizar, poblaciones privadas de sus derechos más elementales por un ocupante que las somete a toda clase de humillaciones cotidianas y las encierra sin remedio en bantustanes estancos.
Aunque menor, la responsabilidad de la Autoridad Nacional Palestina en este interminable proceso de destrucción física y de autodestrucción moral es incuestionable también. La OLP pasó de sus exigencias maximalistas de las pasadas décadas -que suponían la desaparición del Estado judío- a unos acuerdos de paz cuyas ambigüedades respecto a los temas esenciales contenían en germen la situación sin salida que vivimos hoy. Yasir Arafat nunca siguió las vías trazadas por Gandhi y Nelson Mandela: su retórica inflamada no se tradujo en propuestas razonables y concretas y se volvió a la postre contra él. Su mini gobierno en Gaza ha sido un triste modelo de arbitrariedad y corrupción, muy lejos de las promesas democráticas formuladas durante su etapa de líder tercermundista. Desengañada, oprimida y sin esperanza alguna de futuro, la juventud palestina, hacinada en los guetos y campos de refugiados, en unas condiciones más duras que las de Suráfrica antes del final de la segregación, se aferra cada vez más al discurso religioso de Hamás y la Yihad Islámica, perfectamente simétrico al de los sionistas ultraortodoxos. Es la victoria de Sharon: cuanto peor, mejor.
Cuando la razón abdica y es reemplazada por el credo bélico de religiones antagónicas no puede haber paz. El actual jefe de Gobierno israelí y los suyos han hecho lo posible e imposible para desterrar aquélla e imponer la lógica del ojo por ojo y diente por diente que excluye toda perspectiva de acuerdo. Guste o no a Sharon -y a quienes callan y asienten en estas horas tan inquietantes para el futuro de la humanidad-, la paz no puede fundarse sino en el respeto de la legalidad internacional: en el cumplimiento de las resoluciones 242 y 338 de la ONU que exigen la retirada de Israel de los territorios ocupados en 1967 -Jerusalén Este, Jordania, Gaza y el Golán sirio- y en la firma de un acuerdo avalado por Estados Unidos, la Unión Europea y los países árabes que garantice la seguridad de Israel y la existencia de un Estado palestino viable. Para alcanzar la paz y vivir sin odio y deseos de desquite, israelíes y palestinos deben separarse. La actual imbricación de unos y otros, de ocupantes y ocupados, sólo perpetúa el rencor recíproco y sirve de caldo de cultivo a un terrorismo que, con su arrogancia y ceguera, Sharon no logrará extirpar.
Carlos Fuentes es escritor mexicano; Juan Goytisolo es escritor español; Edward W. Said es ensayista palestino, profesor de literatura comparada en la Universidad de Columbia.
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