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Divididos, pero con Sharon

La sociedad israelí, cada vez más fraccionada, comienza a quedarse con el miedo como único elemento de cohesión

Viernes por la tarde. El Sol acaba de ponerse tras el monte Herzl y la ciudad vieja de Jerusalén está desierta. Apenas quedan semiabiertos, con las puertas entornadas, un par de tiendas en el laberinto de estrechas calles que unen sus cuatro barrios, cristiano, judío, armenio y musulmán. Los turistas dejaron ya de llegar hace meses, tras los últimos atentados han desaparecido. Los grupos de soldados israelíes, apoyados en esquinas, junto a algún portal o fumando en silencio bajo alguna arcada, parecen los únicos seres humanos existentes en este paisaje urbano de tinieblas. Cuando el silencio es absoluto, se oyen pasos. Por las calles empinadas de la Vía Dolorosa, de la calle de David y Bar El Silsileh aparecen las primeras figuras. Van vestidas de negro riguroso. Son los judíos ortodoxos que bajan hacia el Muro de las Lamentaciones a iniciar así la fiesta del Shabat.

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A la misma hora, en Tel Aviv, en la avenida Allenby, nombrada por el general británico que arrebató Jerusalén a los turcos en 1917, nadie se acuerda del militar. Miles de jóvenes y no tan jóvenes hacen cola para entrar en el Joyce, en el Goodbar o en otros de los locales que se suceden a ambos lados de la calle. Se disponen a iniciar su juerga del Shabat con música tecno y rock, mucha cerveza y combinados, en gran parte ya convenientemente desinhibidos gracias a una marihuana que circula con la misma intensidad que el tráfico rodado. Ya el jueves había allí atascos de tráfico bajo los neones que anuncian 'strip-tease espectacular' y 'gogo-girls fascinantes' en varios idiomas, entre ellos siempre, invariablemente, el ruso. Decenas de discotecas, bares y restaurantes con música se disputan a los clientes en las calles del centro de Tel Aviv. Unos abren a las doce de la noche y cierran a las 12.30 de la mañana siguiente. Otros no cierran jamás.

'La última vez que fui a Jerusalén fue con mis padres, tendría diez años. No he vuelto. Detesto esa ciudad llena de fanáticos y derechistas. Allí están los responsables de que no seamos aún un país normal. De que los jóvenes tengamos casi tres años de servicio militar. Y de que mi padre tenga que ponerse el uniforme e irse de casa durante mes y medio todos los años. Son iguales que Arafat'. Quien habla así es Gai, un joven comerciante de Tel Aviv. Sus amigos asienten. No son pacifistas de los que se manifiestan, cada vez en menor número, pidiendo la retirada total de los territorios ocupados.

Están tan despolitizados como la mayor parte de la juventud en Europa. Son de esa generación que creía que el proceso de paz había abierto hace una década de forma definitiva la puerta a la normalización de Israel. Están tan hartos de religión y misticismo como de la religión laica del sionismo socialista de los fundadores del Estado de Israel. Respetan, dicen, el arrojo, la entrega y la sobriedad de aquéllos en los kibutz o en la guerra, pero se niegan a semejantes sacrificios.

Ansían una normalidad que, con el fracaso del proceso de paz, ven ahora más lejos que nunca. 'Pero eso sí, votaría hoy a Ariel Sharon. A Peres y a Barak siempre los ha engañado Yasir Arafat', dice Gai. Todos asienten.

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Israel tiene ya una renta per cápita de 21.000 dólares, es una democracia, al menos para sus ciudadanos; es plural; su población ha crecido espectacularmente gracias a la llegada de más de 900.000 judíos rusos. Con sus casi seis millones y medio de habitantes, de los que el 80% son judíos, más de un tercio de los hebreos del mundo han encontrado una patria en Israel. Todo judío que se sienta perseguido sabe dónde buscar refugio. Es casi todo lo que soñaron quienes fundaron este Estado. Menos la paz. Y por eso todos los éxitos no se perciben y la frustración es inmensa, las divisiones crecientes y los factores de cohesión se diluyen desde hace más de dos décadas. Los ortodoxos condenan al sionismo como ideología sin Dios, el sionismo parece ya vacío de contenido, la izquierda ha perdido sus señas de identidad, la juventud no religiosa emula en su indivudialismo consumista a los jóvenes en los países desarrollados de Occidente. Conviven en Israel judíos de 60 países, etíopes y neoyorquinos, sionistas y haredims (ortodoxos), ashkenazis y sefardíes, de derechas, de izquierdas o de nada, halcones y palomas, israelíes de cuarta generación y primera. Cada vez son más débiles los lazos que los unen. Está, por supuesto, omnipresente el miedo.

La multiculturalidad antes integrada bajo el paraguas del mandamiento de creación de un Estado judío se ha convertido en factor disgregador. Los rusos llegados en la pasada década viven entre ellos como los judíos ortodoxos, ven la televisión rusa y muchos ni hablan hebreo ni parecen tener intención de aprenderlo. Y los musulmanes israelíes se han unido por primera vez en medio siglo a la protesta palestina, generando así una inseguridad sin precedentes. Los ortodoxos ya lograron extorsionar al Parlamento (Knesset) su exención del servicio militar. Pronto otros grupos pueden estar en disposición de hacer lo mismo y poner al Estado ante el dilema de renunciar a la capacidad de defensa o a la democracia.

Como dice el hispanista Ioram Mercer, de la Universidad de Jerusalén, 'el único factor de unión definitivo es hoy el miedo'. La frase que más se usa ya en esta sociedad, entre padres e hijos, maridos y mujeres, amigos y compañeros de trabajo, es la de 'por favor, ten cuidado'. Es un intento de los individuos de darse seguridad unos a otros porque todo el mundo sabe que la precaución personal no sirve para evitar ser objeto de un ataque suicida. Mientras la lucha por la supervivencia directa de pasadas generaciones generaba solidaridad y militancia nacional, el miedo hoy no llama más que al nicho personal, familiar o de las diversas subcomunidades. La izquierda con voluntad negociadora está hundida y Sharon contaría hoy con más votos que en las pasadas elecciones.

Una mujer israelí mira artículos en un supermercado. Fuera de la tienda, un judío ultraortodoxo.
Una mujer israelí mira artículos en un supermercado. Fuera de la tienda, un judío ultraortodoxo.ASSOCIATED PRESS

Las mil Janukás

Los fundadores del Estado de Israel nunca establecieron unas claras reglas en las relaciones entre nación, Estado, religión y territorio. Había, sin duda, tres años después del holocausto y amenazados por los vecinos árabes, dificultades para hacerlo. Pero todos los males actuales tienen relación con este hecho, desde la amenaza exterior a la agresión interna por parte del radicalismo de colonos y ultraortodoxos, hasta el uso y abuso de religión y nación en litigios de poder. ¿Puede el Estado de Israel ser un país que viva en seguridad y fronteras reconocidas, en paz con sus vecinos, incluido el Estado palestino, si cualquier estadista está siempre a merced de quien hace de la Biblia argumento político, de la religión carta de ciudadanía y de Dios árbitro de tratados fronterizos? Mañana comienza en Israel - y en las comunidades judías de todo el mundo- la fiesta de las velas, conocida como la Januká. Rememora la hazaña de los Macabeos al vencer a los muy superiores Ejércitos griegos de Siria en el siglo II antes de Cristo. Pero también, para los judíos religiosos, el milagro que permitió a los vencedores iluminar el templo durante ocho días con el aceite de una sola jornada. Ocho días de fiesta y polémica servida. Los sionistas de primera hora quisieron desterrar a Dios y a los milagros de esta fiesta y conmemorar la confianza en el esfuerzo humano y en la autodefensa nacional de los Macabeos. En unos colegios se celebrará de forma religiosa; en otros, con recuerdos a los pioneros sinionistas o fiestas de discoteca.

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