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Campaña corta, guerra larga

Al final, Afganistán no ha sido la tumba ni el nuevo Vietnam de Estados Unidos, ni los talibanes, esos guerreros irreductibles herederos de una casi milenaria tradición afgana. La campaña militar norteamericana, planificada en tan sólo tres semanas -el Pentágono no tenía planes de guerra en Afganistán antes del 11 de septiembre-, ha logrado la rendición del régimen integrista en 60 días. La guerra ha durado menos que la de Kosovo en 1999 (78 días) y un poco más que la del Golfo en 1991 (44 días).

Lo que nació como un experimento militar ha terminado de momento como un éxito y así lo dejó entrever ayer el secretario de Defensa de EE UU, Donald Rumsfeld, cuando, pese a la contención de sus gestos, inició la habitual rueda de prensa en el Pentágono recordando que la rendición oficial de los talibanes coincidía hoy con el 60º aniversario de Pearl Harbor, una fecha que ha servido de elemento movilizador de la opinión norteamericana desde el mismo día de los atentados de Nueva York y Washington.

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El derrumbe de un régimen de terror

La Administración de Bush aprendió las lecciones de la ocupación soviética. En el frente diplomático, logró en un tiempo récord el aislamiento total de los talibanes (Pakistán y Arabia Saudí) y la decisiva cooperación rusa. En el militar, el empleo masivo de armas inteligentes y de las fuerzas especiales han probado su eficacia. Desde la caída de Mazar-i-Sharif, que inició la cadena de retiradas de los talibanes, hasta la rendición, ayer, de Kandahar, ha pasado un mes. La guerra en Afganistán, apoyada por la Alianza del Norte sobre el terreno, no es una victoria en el aire. Y sus resultados tendrán consecuencias en el planeamiento estratégico estadounidense. Como han dicho los jefes del Pentágono, el mensaje a otros regímenes irresponsables es claro: 'Lo que les ha pasado a los talibanes te puede pasar a tí'.

Pero si la campaña afgana puede haber acabado, la guerra contra el terrorismo no ha vivido nada más que su primer episodio. Aún resisten los voluntarios extranjeros de Al Qaeda y, sobre todo, su jefe, Osama Bin Laden, auténtico motivo de la ansiedad de la opinión pública estadounidense y cuya captura o muerte únicamente permitirá cantar victoria.

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