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Memoria de humanista

Cuantos le han tratado reconocen en Miquel Batllori, miembro de la Compañía de Jesús, a un hombre de memoria prodigiosa. No es sólo el historiador de la Corona de Aragón de mayor calibre que exista en nuestros días -o que haya existido jamás-, sino también un humanista y estudioso que conoce al dedillo los textos de Vives, de Erasmo y de Gracián, y no en menor medida, porque se le oye citarlos de vez en cuando, los más recónditos de Bernardo Davanzati sobre la circulación del dinero en el Renacimiento, de Platina sobre Las vidas de los papas o de Francesco Vettori sobre la tiranía. No hay saber relativo a los hombres, a los pueblos y a su historia, como reza el famoso dictum de Terencio, por más que escape a esta avidez de conocimiento, a esta tribulación ante la incertidumbre de la realidad, a esta portentosa capacidad de hacerse preguntas que caracteriza a uno de los últimos grandes sabios que han dado nuestras tierras.

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Esto no quita que Batllori sea, además, un hombre de una personalidad asombrosa, rayana en la tipología novelesca. Cuando se le invitó en una ocasión a visitar la Casa Elizalde de la calle de València de Barcelona, hoy convertida en centro cultural, se complació en recordar sus estancias en esa casa cuando estaba habitada por sus primeros propietarios: 'Aquí se jugaba al whist; esto era el comedor; tenían un piano Erhard; por aquí se entraba en coche... de caballos, claro está'. Cuando Claudio Magris visita Barcelona, se le encuentra en la primera fila de la Casa degli Italiani, dispuesto a aprender algo más sobre la tan ambigua y promiscua -en sentido etimológico- ciudad de Trieste. Si se le invita a comer en Can Calvet -su restaurante preferido en Barcelona, cargado también de historia-, uno asiste al espectáculo nunca visto de alguien que, sin dejar de comer primer plato, segundo y postres, no para de narrar petites histoires -la perfidia de Ignasi Agustí; la vida de plagiario de don Eduardo Aunós, 'que tan sabio habría sido si hubiera leído todos los libros que escribió'- desde el aperitivo hasta el café. Ha conocido a medio mundo cuando la mitad del mundo estaba poblada por sabios; se ha paseado por el Vaticano como un camarlengo de lujo; conoce, aunque no explica, las razones de la extraña muerte de Juan Pablo I -'una minucia si se compara con ciertos episodios protagonizados por los Borgia'-; y compartió mesa y almuerzo, durante varios veranos, con Giulietta Massina y Federico Fellini -'ella era más simpática', dice; y uno imagina, con un ápice de malicia, que Fellini recabó de Batllori discreta información para sus mejores guiones anticlericales.

Pero esta memoria que asombra y maravilla también conmueve en cierto modo. Pues Miquel Batllori no es un hombre que se haya limitado a estudiar ni es un estudioso que posea solamente un saber histórico nacido de los archivos y destinado a ser archivado: es alguien para quien la investigación, el saber y el conocimiento hubieran sido muy poca cosa si no se hubiesen puesto al servicio de una serie de causas aún más nobles que el saber por sí mismo: la docencia, en primer lugar, en la Facultad Vaticana de Teología; la ciudad de Barcelona, luego, como cristalización cosmopolita, urbanita en el mejor de los sentidos otorgados a esta palabra por la tradición novecentista catalana; y su patria, por fin, a la que quiere sin aspavientos, pero también sin concesiones oportunistas, y a la que entrega, al final de su vida, un legado grandioso.

Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona.

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