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Ripollet o la punta del iceberg

Joan Subirats

Tenemos otra guerra en marcha. Una parte de los vecinos de Ripollet se han movilizado para oponerse a la construcción, en terrenos pertenecientes a Montcada pero colindantes de Ripollet, de una infraestructura conocida como ecoparque, que debería separar, tratar y reutilizar buena parte de los residuos municipales de la conurbación metropolitana de Barcelona. Una vez más se pone en juego un plan global de tratamiento de residuos en una batalla local. Y una vez más se demuestra que la desinformación de los vecinos o su falta de implicación en el proceso previo puede poner en peligro una operación globalmente positiva, que debería permitir cerrar el vertedero del Garraf en 2006 y evitar que, al final, la única solución posible sea la incineración.

Los vecinos se quejan de no haber sido consultados, del tamaño de la instalación, del volumen de residuos que tratar, de los inconvenientes que deberán soportar, de la falta de compensaciones y de que no se tengan garantías sobre el desmantelamiento de la incineradora de Montcada. Las autoridades de la Entidad Metropolitana del Medio Ambiente (EMMA) aseguran que en seis meses se cerrará la incineradora, que se abrirán accesos nuevos en la B-30 para evitar problemas de movilidad y que los malos olores serán minimizados. Y, sobre todo, aseguran que la construcción de este ecoparque es la pieza clave para seguir el plan previsto y abordar de una vez la gestión de los residuos urbanos, que hoy está en una situación de precolapso.

Como ocurre casi siempre, todos tienen parte de razón. Los vecinos la tienen cuando se quejan de que no saben qué ocurrirá con la parte que no pueda reciclarse, y que si no se cuenta con un depósito controlado donde ubicar ese significativo 51% del total recogido, tal vez vuelva a necesitarse la incineradora. Tienen también razón cuando dicen que no perciben un esfuerzo compartido de todos los municipios metropolitanos al respecto. Saben que les ha tocado a ellos, pero no por qué no les ha tocado a los demás. La EMMA tiene razón cuando sus responsables afirman que sin instalaciones de este tipo es imposible abordar de manera seria y moderna el asunto de los residuos en Barcelona y su área de influencia, que crecen sin parar y sólo cuentan hasta ahora con el ecoparque de Zona Franca para sustituir la solución obsoleta de Garraf. También tienen razón cuando dicen que ellos tienen todas las garantías de que la instalación no perjudicará ni con olores ni con tráfico a los vecinos de Ripollet, Montcada o Santa Perpètua. Pero, a fin de cuentas, estamos como siempre. Todos tienen razón y la basura la seguimos colocando en Garraf. Es cierto que a los vecinos de Ripollet se les puede acusar de insolidarios, de preocuparse sólo por sus problemas y de actuar a la contra. Pero también es cierto que no tienen la sensación de que exista una distribución equitativa de costes y beneficios de la gran operación de tratamiento de la enorme cantidad de residuos que producimos.

Ripollet es sólo la punta del iceberg. En Cataluña se está jugando un juego peligroso. Cada vez producimos más residuos, y cada día que pasa se nos acaba el tiempo para afrontar su tratamiento y reducción de forma acorde con lo que los nuevos tiempos exigen. Una de las últimas cosas que nos legó Felip Puig, en su paso por el Departamento de Medio Ambiente, fue una propuesta que trata de afrontar la gestión y los costes de los 1,5 kilos diarios que genera cada catalán, y los entre 2 y 4 kilos de residuos diarios que producen los más de 350.000 comercios del país. En cinco años hemos incrementado en un 20% la producción de residuos, lo que demuestra un aumento del nivel de vida, pero, al mismo tiempo, despreocupación por hábitos de consumo y por prácticas que redunden en una menor producción de desechos. Y mientras, vamos aplazando un problema que no es sólo técnico o económico, sino también político y social. En 1995 se preveía que en 2000 se recuperaría el 50% de materia orgánica. Hoy recogemos y tratamos un miserable 2,5%. La culpa, dicen algunos, la tienen los ayuntamientos, que no cumplen su parte. Los ayuntamientos se defienden diciendo que a ellos sólo les caen nuevas y cada día más complejas tareas y que nadie se acuerda de que para hacerlas frente necesitan nuevos y crecientes recursos. El objetivo es que para 2006 sólo el 30% de los residuos precise ser situado en depósitos controlados. El problema es que la Generalitat considera que no aumentará la producción de residuos urbanos, que en cambio se multiplicará la capacidad de tratamiento de los mismos. Pero, el asunto para los ayuntamientos es que los costes previstos por la Generalitat se consideran irreales, y temen que, como siempre, acabará recayendo sobre ellos una parte muy significativa de las casi 25.000 pesetas por tonelada que calculan que costará la puesta en práctica del programa (cuando poner una tonelada en Garraf cuesta sólo 4.000 pesetas).

En fin, hace únicamente unos días se anunció la regeneración de una parte del vertedero del Garraf (el sector situado en el municipio de Gavà), pero esa buena noticia viene compensada por la constatación de que la promesa de cerrar el depósito en 2000 no se pudo cumplir, y que ahora la fecha de 2006 empieza a sonar incluso como demasiado optimista. En el territorio de los 33 municipios que forman la EMMA, se recoge menos del 3% de materia orgánica, pero para 2006 deberíamos llegar al 60% de reutilización, y estamos en un callejón sin salida. Sin ecoparques ni depósito controlado no hay plan. Pero cada ubicación resulta una batalla que va desgastando el plan, y al final, Garraf y el municipio de Begues y las incineradoras de Montcada y Sant Adrià siguen asumiendo nuestra porquería. ¿No sería hora de que nuestras autoridades públicas (autonómicas y locales) se arremangaran y trataran de conseguir un gran acuerdo global, con foto incluida, de alcaldes, dirigentes vecinales, partidos y organizaciones medioambientales para abordar primero el problema metropolitano de una vez y después el de toda Cataluña? Un acuerdo que defina ubicaciones, pocas o muchas, distribución y afloramiento de costes, y calendario estricto. El tiempo se acaba. Las elecciones son en 2003, y un año antes nadie quiere conflictos.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).

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