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Columna
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Hace tiempo, el límite

El asesinato de dos jóvenes ertzainas, tiroteados por la espalda mientras desarrollaban la más cotidiana de las actividades propias de su función, la regulación del tráfico en la tarde de un viernes; el hecho de que una de las víctimas fuese una mujer recién incorporada al servicio tras haber sido madre por tercera vez, rematada tras caer derribada al suelo por los primeros disparos: de nuevo la generalizada impresión de horrorizado estupor que acompaña a la sensación de hallarnos ante un salto cualitativo de ETA. ¿Pero es que no respetan nada? ¿Hasta dónde van a llegar? Son preguntas que, formuladas de distintas maneras, han ocupado nuestras conversaciones desde el momento mismo en que Beasain se tiñó de sangre. Pero son preguntas que no tienen otro valor que el que cada persona quiera darles; un valor puramente subjetivo, que tiene que ver más con el particular e intransferible umbral de hartazgo de cada uno que con ninguna cuestión objetiva.

Porque el hecho es la violencia no tiene límite. No lo tiene porque no puede tenerlo. La violencia misma es el límite. La frontera, moral y política, está en la decisión de usar o no la violencia. Una vez transgredido este límite, ya no hay otro. Quien habiendo decidido utilizar la violencia para alcanzar objetivos políticos se autolimita en su ejercicio, se derrota a sí mismo: desde el momento en que el adversario descubra sus límites, habrá dado con la mejor manera de vencerle. De ahí la vacuidad de la expresión 'salto cualitativo' cuando hablamos de la violencia: en realidad, el único salto cualitativo se produce en el momento de pasar de la acción pacífica a la acción violenta, todo lo demás es consecuencia de esto. Quien justifica el recurso a la violencia por razones políticas nunca está planteando una propuesta normativa, de validez y alcance universal, sino meramente táctica. No dice que la violencia está justificada, sino que su violencia está justificada, negando cualquier justificación a la violencia del contrario. Por eso la relación violenta es siempre una relación basada en la explotación de la desigualdad y en el abuso de la indefensión de una de las partes, la víctima. No lo olvidemos jamás. Incluso cuando el victimario se vea a sí mismo como víctima de una violencia anterior e incluso mayor, la violencia que este ejecuta es una reproducción exacta de aquello que él ha sufrido: explotación y abuso. Sólo la indefensión de la víctima permite al verdugo actuar.

El pasado jueves día 21 tuve el honor de participar en el homenaje que las universidades del País Vasco, Barcelona, Valencia y Zaragoza tributaron a Ernest Lluch conmemorando el aniversario de su asesinato. Lo hice leyendo un fragmento del ensayo El hombre rebelde, publicado en 1951 por Albert Camus. Junto con la más reciente edición de Alianza, guardo en mi biblioteca la novena edición que en 1978 hizo la editorial Losada de Buenos Aires y que compré y leí por primera vez por aquella misma fecha. El fragmento que leí en el transcurso del homenaje a Lluch hablaba, frente a la necrofilia revolucionaria, de la necesidad de la rebelión como alegato a favor de la vida, en contra de la servidumbre, rechazando el nihilismo terrorista de quien reclama para sí la libertad total: 'Al contrario, la rebelión procesa a la libertad total. Niega, justamente, el poder ilimitado que autoriza a un superior a violar la frontera prohibida'. La frontera de la muerte. En las últimas líneas de su ensayo, Camus reivindica la solidaridad con las víctimas como expresión del movimiento más puro de la rebelión, aquella que nace de la comunidad de destino con quienes sufren la violencia: 'Los condenados católicos de los calabozos de España rechazan actualmente la comunión porque los sacerdotes del régimen la han hecho obligatoria en ciertas prisiones. También estos, únicos testigos de la inocencia crucificada, rechazan la salvación si hay que pagarla con la injusticia y la opresión'. Hoy, en Euskadi, son otros los gestos que la solidaridad con la inocencia crucificada nos demanda. Pero la demanda sigue en pie y su contenido es el mismo: rechazar la salvación propia si el precio es la opresión de cualquier otro.

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