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Reportaje:GUERRA CONTRA EL TERRORISMO | La zona del conflicto

Sangre, lágrimas, terror y tragedia en Kandahar

Quienes huyen de la ciudad relatan historias de desesperación entre el fuego talibán y los bombardeos estadounidenses

'Nunca pasarás', me gritó el talibán. 'La Alianza del Norte ha abierto fuego en Takhta-Pul y los estadounidenses están bombardeando el centro de la ciudad'. 'Imposible', dije yo. Takhta-Pul está a menos de 40 kilómetros de aquí, a sólo unos minutos en coche desde la ciudad fronteriza afgana de Spin Boldak. Pero entonces un refugiado de cara cuarteada y cabello blanco avanzó torpemente hasta nosotros frunciendo el ceño bajo su turbante marrón. Aparentaba 70 años, pero nos dijo que sólo tenía 36. 'Los estadounidenses acaban de destruir nuestras casas', lloró. 'Vi cómo desaparecía mi casa. Era un avión grande que escupía humo y que empapó de fuego el suelo'.

Para ser un hombre que no sabía leer y que nunca en su vida había salido de la provincia de Kandahar, había hecho una descripción escalofriante del Spectre, el avión abejorro estadounidense que mata hombres de la milicia y civiles con la misma ferocidad. Y por la carretera bordeada de árboles venían cientos de refugiados más, ancianas de rostros sombríos y bebés en brazos de mujeres jóvenes con burka y niños con lágrimas en los ojos, todos contando la misma historia.

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El mulá Abdul Rahman se dejó caer en el suelo a mi lado, se pasó la mano por el sudor de la frente y me contó cómo había escapado su hermano, que era un combatiente en esa misma ciudad. 'Había un avión que disparaba cohetes por los lados', dijo sacudiendo la cabeza. 'Casi mata hoy a mi hermano. Le dio a mucha gente'.

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Así que en esto consiste el estar en el lado perdedor del baño de sangre entre estadounidenses y afganos. Por todas partes la misma historia de desesperación y terror y valor. Un F-18 estadounidense rugió sobre nosotros mientras un hombre de mediana edad me abordó con rabia en los ojos. 'Esto es lo que queríais, ¿no?', gritó. 'El jeque Osama es una excusa para hacerle esto al pueblo islámico'.

Le rogué a otro combatiente talibán, un hombre de 35 años con cinco hijos que se llamaba Jamaidan, que hiciera honor a la promesa de su Gobierno de llevarme a Kandahar. Me miró con conmiseración. '¿Cómo podría llevarte, cuando apenas podemos protegernos a nosotros mismos?', preguntó.

Las consecuencias son pasmosas. La carretera que va desde la ciudad fronteriza iraní de Zabul hasta Kandahar ha sido cortada por los pistoleros afganos y las fuerzas especiales estadounidenses. Los estadounidenses estaban bombardeando el tráfico civil y a los talibanes en la carretera a Spin Boldak, y las tropas de la Alianza del Norte disparaban a través de la carretera. Takhta-Pul estaba bajo el fuego de las armas estadounidenses y asediada por la Alianza. Kandahar estaba siendo rodeada.

No es de extrañar que encontrase al comandante local talibán, el meditabundo e inteligente mulá Haqqani, preparándose para cruzar la frontera paquistaní hacia Quetta por 'razones médicas'.

Puede que Kandahar no sea el Stalingrado de los talibanes, aún no, pero la palabra que acudía a la mente era tragedia. De entre una nube de polvo surgió una mujer con un chal gris. 'Perdí a mi hija hace dos días', gimió. 'Los estadounidenses bombardearon nuestra casa de Kandahar y el tejado cayó sobre ella'. En medio de aquel caos y a gritos, hice lo que hacen los periodistas. Saqué el cuaderno y el bolígrafo. ¿Nombre? 'Muzlifa'. ¿Edad? 'Tenía dos años'. Me di la vuelta. 'Y luego estaba mi otra hija'. Asiente cuando le pregunto si esta niña ha muerto también. 'En el mismo momento. Se llamaba Farigha. Tenía tres años'. Me di la vuelta. 'Y no ha quedado mucho de mi hijo'. Saqué el cuaderno por tercera vez. 'Cuando le cayó encima el tejado se convirtió en carne y todo lo que podía ver eran huesos. Su nombre era Sherif. Tenía un año'.

Aquella gente salió de una tormenta de arena, todos con su historia de sangre. Shukria Gul contó su historia con más calma. Bajo su burka, tenía voz de adolescente. 'Mi marido, Mazjid, era peón. Tenemos dos niños, nuestra hija Rahima y nuestro hijo Talib. Hace cinco días los estadounidenses alcanzaron un depósito de municiones de Kandahar y las balas atravesaron a nuestra casa. Mi marido murió. Tenía 25 años'.

En el campo de refugiados Akhtar Trust encontré al doctor Ismael Mussa, de Karachi, un doctor en teología que reparte religión y dinero a las viudas. 'Los estadounidenses se han hecho mal a sí mismos', dijo. 'Y pagarán por esto. El Señor Todopoderoso permite un respiro al opresor, le da cuerda suficiente para que se ahorque a sí mismo, hasta que Él lo agarra y ya no le deja ir nunca'.

Lo de agarrar parece que estaba también en la mente del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, que advertía con franqueza a los periodistas de que las invitaciones talibanes para ir a Kandahar eran una trampa para secuestrar a periodistas extranjeros. Dada la amabilidad que mostraba ayer incluso el más desesperado de los talibanes, esto podría encajar en la carpeta de interesante si fuera cierto. El doctor Mussa sugirió una razón más preocupante: el deseo de impedir que los corresponsales extranjeros fueran testigos en Kandahar de los crímenes de guerra cometidos por los amigos de Gran Bretaña en la Alianza del Norte cuando cayó Mazar-i-Sharif.

En cuanto al mulá Najibulá, el único representante del Ministerio de Asuntos Exteriores de los talibanes a este lado de Kandahar, parecía cansado y profundamente deprimido. Admitió que había abandonado Spin Boldak la noche anterior y no había dormido desde entonces. Pero Kandahar estaba en calma, afirmaba. Los talibanes ancianos seguían allí. Más tarde admitió que se había ordenado a todos los hombres talibanes que abandonaran Spin Boldak en la noche del sábado por miedo a que los pistoleros de la Alianza invadieran los campos disfrazados de refugiados.

'Sólo Dios Todopoderoso ha permitido que los musulmanes sigan luchando contra el gran poderío armado de Estados Unidos', añadió. Si hubiera mirado por la ventana habría visto las estelas dejadas por los bombarderos que se dirigían a Kandahar.

Era un fenómeno espeluznante. Los talibanes, con los rifles sobre el hombro, miraban fijamente al sol, y a la luz ardiente y a las cuatro columnas blancas de humo que dejaban los motores a reacción por todo el cielo. Me quedé de pie detrás de ellos y me asombré ante la batalla que llevaba 20 años contemplando: una multitud de turbantes negros del siglo VIII balanceándose y, detrás de ellos, las estelas de un B-52 que venía de la isla Diego García. Dios contra la tecnología.

The Independent.

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