Libertad, ¿a qué precio?
Aún no había yo nacido, cuando las autoridades pronazis del Gobierno de Vichy ordenaron un censo de la población de Burdeos. Allí residían quienes, al de poco, serían mis padres. Mi madre me habló muchas veces de la enorme inquietud de aquellos días, cuando tuvo que facilitar a las autoridades una información que podía orientar a la Gestapo hacia su marido, ausente por haberse enrolado en la resistencia clandestina, y también hacia ella misma, por encubrirlo. Para los Helmann, la familia judía que residía enfrente, fue peor, porque sus propios datos, completados por los de un vecino delator, les condujeron al campo de exterminio.
En aquellos momentos estaba claro quién tenía el poder y lo que ese poder tiránico haría con la información suministrada. Por aquellos días decía Sartre: 'Democracia es que a las seis de la mañana llamen a tu puerta y sea el lechero'. Hoy vivimos en un país democrático, donde el lechero te puede dejar una bomba en la puerta.
'Pese al desánimo, tengo la convicción de que nunca pagaremos suficiente por la libertad'
He recordado la angustia de mi madre en estos días, en que estamos recibiendo en nuestras casas a los sonrientes agentes encargados de ayudarnos a rellenar el censo. Las instrucciones y los anuncios publicitarios a toda página nos explican que no debemos preocuparnos por la confidencialidad de estos datos, pues están perfectamente protegidos por la ley y sólo los del padrón serán entregados a nuestro Ayuntamiento. Qué alivio: sólo van a entregarlos a los representantes de Batasuna que, como todos sabemos, no tienen ningún vínculo con ETA ni van a señalarnos ante los asesinos.
Y hablando de estar protegidos por la ley. Qué tranquilo habrá quedado ese ciudadano que hizo posible la detención del comando Madrid, al saber que su identidad está protegida de toda indiscreción y que sólo podrá ser conocida por los abogados de ETA. Me encanta que mis impuestos sean empleados con tanta inteligencia. Oiga, ¿no podrían incluir en el censo que aquí justo detrás de la oreja izquierda tengo una zona especialmente sensible a la munición parabellum?
Con tales amigos casi no necesitamos enemigos. Porque el Estado está bien, pero no parece muy despierto. No me extraña que muchos estadounidenses no quieran desprenderse de su revólver. Parece que leyeron a Locke cuando, en 1689, escribió que 'Dios no salva a quien no quiere salvarse'. Vamos a tener que empezar a reflexionar sobre unas leyes que, aunque nacidas para proteger la libertad de los ciudadanos, facilitan la acción criminal de unas organizaciones mafiosas diseñadas como redes con funciones muy distribuidas.
Estas columnas de acero que sostienen nuestra sociedad fueron proyectadas para la vida civil, pero no para resistir la embestida de aviones comerciales repletos de queroseno. Tanto calor puede debilitarlas hasta el extremo de colapsar, como un acordeón, el edificio entero.
Viene esto a cuento de lo que hace unos días escuché a un jesuita, el rector de la Universidad de Deusto, quien comparó la sociedad vasca con una torre cuyo piso 50 está ardiendo y puede acabar desplomándose sobre los pisos inferiores hasta destruirla por completo. Desde entonces me imagino a los miembros del Gobierno, que ocupan la planta 60, declarando ante los informadores que el incendio ya se encuentra controlado, sin darse cuenta de que a ellos mismos no les queda escapatoria. En medio del incendio, jueces, profesores, periodistas y concejales van cayendo uno a uno, o no pueden apenas respirar. Pero en los pisos inferiores los vecinos siguen en sus ocupaciones cotidianas sin sospechar ni querer enterarse de lo que se les viene encima.
En su obsesión por construir una sociedad vasca étnicamente homogénea, nuestros dirigentes del piso 60 desprecian la advertencia que John Stuart Mill hizo en su monografía Sobre la libertad acerca de la tentación de los gobiernos de rodearse de súbditos sumisos porque 'con hombres pequeños, ninguna cosa grande puede ser realizada'. Y es que, 'a la larga, el valor de un Estado es el valor de los ciudadanos que lo componen'.
Por eso, cuando estoy triste y cabreada, como en estos días de duelo, me asalta la idea de que es demasiado alto el precio que estamos pagando por la libertad. Y lo que es peor, que ese precio lo estamos pagando por una libertad que ya hemos perdido. Pero cuando me hallo en ese trance suele aparecérseme algún buen amigo que enseguida me aprieta la mano con fuerza. En ese momento penetra por mi piel la convicción de que nunca pagaremos demasiado por la libertad. Y sobre todo, que no la hemos perdido: que nos la estamos ganando.
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