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Columna
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El síndrome Böll

Acaba de publicarse en Alemania Cartas desde la guerra, la correspondencia del escritor Heinrich Böll con sus padres y su mujer durante los cinco años que pasó en diversos frentes. Son un largo grito, poético, desgarrador y siempre indignado, contra la guerra, 'ese asunto de tristeza infinita'. Böll se convirtió en pacifista. Llegó a serlo con tal obsesión que en sus últimos años predicaba la rendición ante una amenaza como preferible al recurso a la defensa. Por fortuna para todos, las decisiones en Alemania no las tomaba este gran escritor y mejor persona, sino un canciller socialdemócrata, Helmut Schmidt, sin vocación de ofrecer ambas mejillas a amenazas. La OTAN se rearmó y una década después la amenaza, el Pacto de Varsovia, había desaparecido.

Schmidt no se dejó influenciar por Böll y los millones que le seguían. Es de esperar que suceda lo mismo ahora que surgen de nuevo las voces que piden el fin de la intervención militar en Afganistán cuando aún no se ha logrado ninguno de los muchos objetivos de la campaña. O que quieren interrumpirlos piadosamente para el Ramadán, cosa que, por cierto, jamás han hecho los musulmanes durante sus guerras, como los talibanes tampoco hacen pausa en sus ejecuciones durante el mes de ayuno. Permitiría la reagrupación de los talibanes, retrasaría el fin de los combates en Afganistán, y con ello, la entrada segura de la ayuda para millones de desplazados. Los líderes occidentales habrán de demostrar las cualidades de estadista de Schmidt ante el creciente síndrome Böll que atenaza a parte de sus opiniones públicas y periodísticas. Viendo, leyendo y oyendo ciertas cosas, hay que recordar que los líderes occidentales ni querían esta guerra ni encargaron la demolición de las Torres Gemelas.

Todos sufrimos con las imágenes de niños muertos. Un inocente muerto ya es un muerto de más. Aunque toda la operación actual, con su inmensa maquinaria, haya causado menos muertos civiles que un día de represión talibán durante la toma de Kabul. Toda persona decente desea que esta guerra acabe cuanto antes. Pero tiene que acabar con la derrota de quienes la provocaron. Al Qaeda no es una camarilla de fanáticos, sino una inmensa organización vinculada a diversos Estados, aparte de Afganistán, donde ya es casi el Estado en sí. Si la comunidad internacional no acaba con ella, el mundo libre será objeto de chantaje. Esto supondría el fin de las libertades y, poco a poco, de nuestra civilización. De todas las civilizaciones, también de la milenaria, rica y culta civilización del islam. Su voluntad totalitaria es incompatible con toda civilización. La sociedad abierta en la que vive y goza hoy de derechos y libertades más gente que nunca en la historia no es un estado natural, sino fruto de un continuo y muchas veces sangriento esfuerzo por conquistar y defender dichos derechos y libertades. Civilizaciones avanzadas y libres sucumbieron ante enemigos primitivos porque en su bienestar, que creían inmutable, con miedo al conflicto, habían perdido su capacidad de defensa. Las libertades y la democracia hay que defenderlas dentro y fuera. Ante Al Qaeda, ETA o el nazismo, también con las armas.

En las democracias, los ciudadanos tienen derecho a gritar porque los que más gritan no mandan. Es de esperar que los que mandan no caigan bajo la coacción de los que más gritan. Todos se impacientan porque no quieren ver más niños muertos en la televisión. Es lógico. Pero en un estado de excepción mundial como el actual, se debe exigir a quienes rigen los destinos de las sociedades libres que mantengan su curso hasta lograr los objetivos, que no son otros sino la seguridad indivisible de todos. La campaña militar habrá de intensificarse. El tiempo juega en contra de la suerte de los desplazados y del apoyo popular a la guerra. Pero la volatilidad de la opinión pública no cambia el hecho de que se trata de una guerra tan justa como sólo lo puede ser una guerra en defensa de la sociedad libre contra el totalitarismo. Será larga y dura, quizás tanto como la de Heinrich Böll.

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