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CRÓNICAS
Columna
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Chile, Neruda, poesía

Juan Cruz

Daba igual, nosotros queríamos escuchar a Pablo Neruda. Los discos de vinilo, grandes, verdes, rayados de mil viajes, venían en las cabinas clandestinas de los barcos cubanos, y en la sala del colegio mayor sonaban como la voz del poeta, majestuosa y redonda, llena del sabor antiguo de los predicadores o de los rapsodas. Era la voz prohibida, y nosotros la escuchábamos en el silencio de la complicidad y el respeto, aguardando tiempos mejores. En cualquier verso veíamos un símbolo, la antorcha de una lucha, una luz; como decía Pavese, tenías veinte años y eras sincero. Todo el tiempo por delante y las revoluciones también. Chile se abría como una pasión y como una esperanza, Neruda regresaba a su tierra a ayudar a Salvador Allende a conducir esa vía que luego fue trágicamente una vía muerta, con las alamedas llenas de sangre y esa misma esperanza rota, como el silencio roto de España en otro tiempo. 'Hombre del Norte, norteamericano...'. Sonaba como Rubén o como Valle, y dijera lo que dijera en aquellos versos que a veces parecían irónicos o felices y otras veces eran melancólicos o dramáticos lo escuchábamos con la reverencia que entonces (y siempre) parece propiciar la poesía. No importaba (entonces) que elogiara a Stalin o que descendiera a las frivolidades (así se veía en aquel tiempo) de los vinos fastuosos o de los viajes (¡condenados por los progres de aquel tiempo!) al Nueva York ahora devastado... Le perdonábamos todo a Neruda, él era la voz antigua de una tierra que no tenía fronteras, y en ese momento de España lo que explicara en sus versos de amor o de guerra era una guía también para nosotros... Años después él mismo pasó en uno de esos barcos, se detuvo en Barcelona a pasear con Gabriel García Márquez por el Museo Naval de la ciudad y luego descendió en Tenerife para abrazar a algunos compañeros suyos de cuando la República era todavía lo que hay antes de las cenizas. En uno de esos vaivenes del tiempo tuvo el éxito del Premio Nobel, le hicieron gloria de las letras en todas partes y él siguió simulando en Isla Negra que la vida es inmortal, como algún verso.

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Lo que es la vida: años más tarde de esa felicidad que nos dio con sus poemas él mismo conoció la tragedia que antes vivió en España, y el 11 de septiembre de 1973 (lo que es la vida, otro 11 de septiembre, como ha recordado Ariel Dorfman, su compatriota) la estrategia de la CIA norteamericana dio sus frutos y Allende se disparó un tiro como si acabara de manera atroz con el poema más sufrido de Chile. Se llenaron, eso ya se sabe, los estadios de futuros muertos, degollaron la paloma de la que hablaba Violeta Parra, y al poeta lo humillaron en su vejez, acentuando los rasgos de una enfermedad que le llevó a la tumba pocos días más tarde. La vida del futuro es siempre benévola y ahora se conmemora más aquella felicidad del Nobel que la tragedia que él mismo pudo describir todavía cuando ya la vida que tanto le hizo vivir era un hilo amarrado a un recuerdo que fue, como el instante que describe Camus en El extranjero, armónico y feliz, como una playa. Ahora hace treinta años de su Nobel, y de tantas otras cosas, pero sigue resonando en la memoria aquel recitado monótono y redondo con el que Neruda abría a nuestras noches de la dictadura la compuerta de un sueño que para muchos luego se llamó Chile. El poeta inolvidable reposa ya como un recuerdo; le siguen leyendo los jóvenes, y él mismo se sigue asomando a las fotos de las revistas o los libros con la capacidad festiva de la que tantas veces hizo relato su amigo Jorge Edwards. Esta semana próxima, en Madrid, hablarán de él el poeta español José Manuel Caballero Bonald y su biógrafo chileno Volodia Tetelboim, en el homenaje que los editores españoles le rinden a Neruda y a su país, con motivo del Liber. La poesía -junto con otras cosas que son del alma- es lo único que queda en la memoria cuando el futuro se adelgaza y recurre a las palabras para entender qué ha pasado. Rememorar al poeta es rememorar un país que nos dio, entonces, tantas esperanzas.

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