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Columna
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La carne en verano

Vicente Molina Foix

El verano y los escándalos van unidos. En otra época, lo escandaloso se daba en las playas, por donde los primeros síntomas de libertad aparecían en forma de biquini sueco y, algo más tarde, top-less sin denominación de origen. El episcopado no estaba en la orilla para exorcizar con la mitra o el agua bendita a las mujeres obscenas, pero siempre salía de una sombrilla un matrimonio mayor con bigotes (bigote él y bigote ella) lanzado a la maldición del desnudo y a la denuncia a un guardia de la porra. Ahora las arenas están hasta el culo de tetas, pero la porra, la mitra y el bigotillo de la hispanidad siguen actuando.

Hace semanas una multitud se congregó en Berlín para ver la caída en el patio de un centro cultural de una vaca previamente muerta. La vaca estaba sana antes de morir, quiero decir no espongiforme, y el artista Wolfgang Flatz la pagó religiosamente, la mató y la colgó de una cuerda (quizá la palabra soga confundiría menos en este contexto), paseándola después por los aires de la ciudad antes de soltarla desde un helicóptero. Al estrellarse en el suelo, unos cohetes embutidos en el vientre del animal produjeron fuegos artificiales. Era una performance con un sentido: 'simbolizar el miedo de los seres humanos a la carne', pero estuvo a punto de ser prohibida por el municipio después de que una niña de 13 años y una sociedad protectora de animales pusieran una demanda judicial. Los jueces estuvieron sabios en esta ocasión, permitiendo la actuación de Flatz ante el numeroso público que quería ver el estallido de la vaca; nadie obliga a los demandantes, añadía el tribunal, a asistir al espectáculo que les desagradaba.

En Valencia se produjo durante el verano otro escándalo relacionado con la carne. Al anunciar el nuevo director de la Mostra de Cine, Jorge Berlanga, que en la edición de este año se hará un homenaje al malogrado director valenciano Carles Mira, un teniente de alcalde del PP y un ramillete de instituciones pías de la ciudad saltaron. No se podía permitir que en un festival patrocinado por el Ayuntamiento se proyectase la película La portentosa vida del Padre Vicente, una ácida guasa biográfica del santo patrón de la ciudad, Vicente Ferrer. La película ya tuvo conflictos en su día por su saludable desvergüenza carnal, pero eran los días con freno y marcha atrás de la transición: 1978. Más de veinte años después, esos señores de Valencia actúan como si nada. Quieren prohibir. No les importa la integridad de una obra cinematográfica, la libre expresión, el derecho del público a elegir lo que ve; el teniente de alcalde (al que finalmente parece que la alcaldesa le ha parado los pies) confesó incluso, en medio de la polémica originada, que él no había visto la película. Lo esencial era que, para que unos cuantos santurrones caducos que ni van al cine estuvieran tranquilos, el resto de la población tuviese prohibida la posibilidad de pecar con la cinta de Mira.

Yo sufrí en mi propia carne hace poco más de un año algo que nunca he contado. La Empresa Municipal de Transportes del Ayuntamiento de Madrid denegó el permiso para rodar en uno de sus autobuses una escena de mi película Sagitario argumentando, tras leer el guión, que era pornográfica. En la escena un actor pasaba sus labios por el pecho (¡totalmente vestido!) de su novia; encontramos una alcaldía de la periferia menos retrógrada, la escena se rodó, y la película la pueden ver sin peligro, según la Junta de Calificación, los niños de 14 años. Es terrible, pero la censura vuelve, si se fue, y vuelve remasterizada. Concejales, obispos, beatos, bienpensantes de un ecologismo mal entendido: todo el mundo con algo de poder o representación se siente autorizado para prohibir lo que a ellos les molesta y a una mayoría le gusta, le interesa o le resulta indiferente. En el tiempo de la liberalísima globalización del planeta, la policía italiana entra nocturna y alevosamente para apalear a unos manifestantes durmientes, torturándoles a continuación en comisaría, y la jerarquía eclesiástica española se mete en la cama de sus profesoras para inculcarles el dogma. La carne, siempre haciendo perder la cabeza.

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