Machu Picchu
Quizá la oración de Toledo -el presidente de Perú, el Cholo- a los dioses precolombinos enternezca a muchos, ofrezca un valor tradicional a otros, y sea sentimental: pero aquellos dioses no eran más auténticos que los que llegaron con Colón, ni menos sangrientos para con sus propios adoradores. No creo que la religión sea el opio del pueblo, sino su sangre. La sangre de todos. No una: todas. Pasa como con las patrias. Desgraciadamente, entre nosotros se están dando luchas por las patrias, por la fragmentación de las patrias, con sus sacrificios humanos. Hay millones de personas cuyo destino ha cambiado a peor, hacia la caída, por el nacionalsindicalismo. Todavía Ruiz-Gallardón, presidente de una nacioncita llamada Madrid, ofrece grotescas indemnizaciones a los supervivientes de las cárceles de Franco.
Quizá importa el símbolo: este presidente reconoce así que fueron víctimas de una injusticia, mientras sus compañeros de partido niegan cualquier condena al régimen del que proceden. Si se pagara todo el mal que se hizo, y se procediera a la restitución de lo robado por la fuerza de las armas -que no cesaron de disparar hasta muchos años después de acabada la guerra-, no habría dinero bastante en las arcas del Estado.
Como un símbolo se puede aceptar muy bien el teatro de Toledo -un apellido judío sefardí para el Cholo-, con sus fetiches al cuello, en el Machu Picchu; un gesto, una manera de asegurar a los indígenas que está con ellos. Como en su almuerzo de pan y leche con los más pobres de Lima. Viniendo de un político, hay que desconfiar: pero, tal como están las cosas en el mundo, las gentes se ven obligadas a basar en un político sus esperanzas. Se les reviste de una religión democrática, juran la constitución como la biblia. Y hacen luego lo que quieren. Y, sin embargo, no hay político bueno (en su ejercicio, no como personas). Pueden ser mejores que Sharon o que Aznar, maniatados por su carácter duro e intolerante (como personas, quizá); peores, no lo creo. A no ser Bush, aunque me gustaría verle vestido de piel roja danzando con un hacha en la mano: por el espectáculo. Estos gestos terminan convirtiéndose en rito. Como el Papa, los obispos y el último cura lavando los pies a los pobres en Semana Santa: luego vuelven a sus tiaras (pobre cura de pueblo, que no tiene más que el bonete: no sé si le regalarán un pollo, como al médico o al juez, una vez al año. Pobres gentes que no pueden pagar la salvación del alma y del cuerpo más que de esa manera).
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