La traductora fiel
La reciente desaparición de Esther Benítez, con quien tanto quería, me trajo a las mientes la célebre y machista frase tan jaleada por los tan cacareados falsos humoristas (¿) de siempre: 'Con las traducciones pasa como con las mujeres: cuando son fieles es porque son feas; las hermosas suelen ser infieles'. Pues bien, Esther Benítez no fue tan sólo una gran traductora, sino también una defensora obstinada y tenaz de la dignidad de la traducción en general y de sus primeras víctimas, que eran entonces los traductores mismos, y que gracias a ella ahora lo son bastante menos.
Además era guapa, lo sigue siendo en mi recuerdo, y ha sido una de las personas que más han influido en mi existencia; y a la que, al ser además una mujer fiel en todos los sentidos, la citada frase sacaba de quicio, como puedo recordar al compás de las interminables polémicas que tantas veces nos enzarzaron y que ahora evoco con el retraso impuesto por mi cambio de lugar en el trabajo.
Esther fue un verdadero prodigio, y no tanto por sus innumerables traducciones que todos conocemos -desde Manzoni y Pavese hasta Calvino, Zola, Maupassant o El pequeño Nicolás- sino porque entregó su existencia entera a combatir en favor de la traducción y de la dignidad de sus compañeros los traductores, tan maltratados habitualmente por la industria cultural en nuestro país.
Tras conseguir que le pagaran un porcentaje de los derechos de autor a la gran escritora y traductora republicana Consuelo Berges (que sobrevivía a duras penas en su exilio interior traduciendo sin parar y malpagada a Stendhal) la empujó a la presidencia de la APETI (Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes) y la sucedió después en el cargo cuando la edad empujó a Consuelo a preparar su posteridad, conseguida a través de la fundación que lleva su nombre. Cuando se fue de APETI, que al final ha caído en manos de su sector más poderoso, el de los intérpretes, fundó y presidió la sección de traductores literarios en el seno de la Asociación Colegial de Escritores, participó en la de CEDRO y batalló continuamente en todos los frentes, el de las editoriales y organismos públicos y privados para obtener que todos los traductores cobren su debida participación en los derechos de autor, en el de la normalización de sus tarifas, de sus contratos y en el reconocimiento público de la importancia de su labor.
Consiguió que el nombre del traductor figurase siempre en los libros que se traducían, en las fichas de los mismos que se reproducían -por ejemplo hasta en las críticas periodísticas, cada vez que lo hacíamos en nuestras críticas, nos enviaba una florecita de cartón, que ella misma dibujaba en los intervalos entre los bordados, labores de ganchillo y de punto de cruz, todo un detalle- y además estaba en todos los frentes, asistía a todos los congresos y actividades que la concernían, participaba en jurados nacionales e internacionales, y hasta ganó dos premios como traductora, uno por un libro concreto y otro por el conjunto de su labor. Pues, además y para redondearlo todo -soy testigo cercano-, era guapa y era fiel, vayan tomando castaña.
Lo de que era guapa se demostró en el homenaje que sus amigos y compañeros le tributaron en el Círculo de Bellas Artes, donde se proyectó el vídeo de una entrevista que le hicieron en sus buenos tiempos para la televisión donde tanto trabajó también. Siempre consultaba sus traducciones con los propios autores si estaban vivos y disponibles, o con amigos especialistas en los idiomas respectivos -a mí, o mejor aún a mi esposa, acudía en sus pocas dificultades con el francés - y la exactitud y la precisión, más que la literalidad, fueron la base de sus triunfos. Y sobre lo de la fidelidad, tengo que decir que fue fiel a todos sus compromisos, también a su marido, Isaac Montero, el incombustible del corazón herido, a sus dos hijos, a toda su familia, a sus amigos, y hasta a su partido político, el comunista, desde los tiempos de las mejores rebeldías antifranquistas, hasta los más recientes de vacas flacas, aunque nunca locas, como lo mostró su entierro en el cementerio civil de Madrid, el lugar donde la historia ha depositado más inteligencia por centímetro cuadrado de toda nuestra geografía nacional. Al final, hasta discutíamos un punto que todavía no he dilucidado, y que empezó cuando tradujo de nuevo a Manzoni, pues yo pensaba que podía haber utilizado por su sabor literario la ya clásica traducción de Juan Nicasio Gallego, corrigiendo sus errores y omisiones y haciéndolo así constar de antemano. Ella pensaba que no se pueden mezclar los estilos ni las prosas, y que siempre será mejor una única y nueva traducción, lo que ahora sigo discutiendo todavía con mi amigo el editor Gustavo Domínguez, lo que no deja de ser una buena manera de seguir recordando a este raro, exquisito y emocionante modelo de traductora que fue a la vez mujer, hermosa por partida triple -física, moral e intelectualmente- y además fiel y que así conste.La reciente desaparición de Esther Benítez, con quien tanto quería, me trajo a las mientes la célebre y machista frase tan jaleada por los tan cacareados falsos humoristas (¿) de siempre: 'Con las traducciones pasa como con las mujeres: cuando son fieles es porque son feas; las hermosas suelen ser infieles'. Pues bien, Esther Benítez no fue tan sólo una gran traductora, sino también una defensora obstinada y tenaz de la dignidad de la traducción en general y de sus primeras víctimas, que eran entonces los traductores mismos, y que gracias a ella ahora lo son bastante menos.
Además era guapa, lo sigue siendo en mi recuerdo, y ha sido una de las personas que más han influido en mi existencia; y a la que, al ser además una mujer fiel en todos los sentidos, la citada frase sacaba de quicio, como puedo recordar al compás de las interminables polémicas que tantas veces nos enzarzaron y que ahora evoco con el retraso impuesto por mi cambio de lugar en el trabajo.
Esther fue un verdadero prodigio, y no tanto por sus innumerables traducciones que todos conocemos -desde Manzoni y Pavese hasta Calvino, Zola, Maupassant o El pequeño Nicolás- sino porque entregó su existencia entera a combatir en favor de la traducción y de la dignidad de sus compañeros los traductores, tan maltratados habitualmente por la industria cultural en nuestro país.
Tras conseguir que le pagaran un porcentaje de los derechos de autor a la gran escritora y traductora republicana Consuelo Berges (que sobrevivía a duras penas en su exilio interior traduciendo sin parar y malpagada a Stendhal) la empujó a la presidencia de la APETI (Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes) y la sucedió después en el cargo cuando la edad empujó a Consuelo a preparar su posteridad, conseguida a través de la fundación que lleva su nombre. Cuando se fue de APETI, que al final ha caído en manos de su sector más poderoso, el de los intérpretes, fundó y presidió la sección de traductores literarios en el seno de la Asociación Colegial de Escritores, participó en la de CEDRO y batalló continuamente en todos los frentes, el de las editoriales y organismos públicos y privados para obtener que todos los traductores cobren su debida participación en los derechos de autor, en el de la normalización de sus tarifas, de sus contratos y en el reconocimiento público de la importancia de su labor.
Consiguió que el nombre del traductor figurase siempre en los libros que se traducían, en las fichas de los mismos que se reproducían -por ejemplo hasta en las críticas periodísticas, cada vez que lo hacíamos en nuestras críticas, nos enviaba una florecita de cartón, que ella misma dibujaba en los intervalos entre los bordados, labores de ganchillo y de punto de cruz, todo un detalle- y además estaba en todos los frentes, asistía a todos los congresos y actividades que la concernían, participaba en jurados nacionales e internacionales, y hasta ganó dos premios como traductora, uno por un libro concreto y otro por el conjunto de su labor. Pues, además y para redondearlo todo -soy testigo cercano-, era guapa y era fiel, vayan tomando castaña.
Lo de que era guapa se demostró en el homenaje que sus amigos y compañeros le tributaron en el Círculo de Bellas Artes, donde se proyectó el vídeo de una entrevista que le hicieron en sus buenos tiempos para la televisión donde tanto trabajó también. Siempre consultaba sus traducciones con los propios autores si estaban vivos y disponibles, o con amigos especialistas en los idiomas respectivos -a mí, o mejor aún a mi esposa, acudía en sus pocas dificultades con el francés - y la exactitud y la precisión, más que la literalidad, fueron la base de sus triunfos. Y sobre lo de la fidelidad, tengo que decir que fue fiel a todos sus compromisos, también a su marido, Isaac Montero, el incombustible del corazón herido, a sus dos hijos, a toda su familia, a sus amigos, y hasta a su partido político, el comunista, desde los tiempos de las mejores rebeldías antifranquistas, hasta los más recientes de vacas flacas, aunque nunca locas, como lo mostró su entierro en el cementerio civil de Madrid, el lugar donde la historia ha depositado más inteligencia por centímetro cuadrado de toda nuestra geografía nacional. Al final, hasta discutíamos un punto que todavía no he dilucidado, y que empezó cuando tradujo de nuevo a Manzoni, pues yo pensaba que podía haber utilizado por su sabor literario la ya clásica traducción de Juan Nicasio Gallego, corrigiendo sus errores y omisiones y haciéndolo así constar de antemano. Ella pensaba que no se pueden mezclar los estilos ni las prosas, y que siempre será mejor una única y nueva traducción, lo que ahora sigo discutiendo todavía con mi amigo el editor Gustavo Domínguez, lo que no deja de ser una buena manera de seguir recordando a este raro, exquisito y emocionante modelo de traductora que fue a la vez mujer, hermosa por partida triple -física, moral e intelectualmente- y además fiel y que así conste.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.