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Tribuna
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Un lugar atractivo para el arte

Supongo que para cualquier conocedor del Museo Nacional de Escultura, vallisoletano o no, debe resultar difícil imaginar las grandes obras de Berruguete, Juni, Gregorio Fernández y tantos otros separadas del edificio de San Gregorio, que desde 1933 las albergaba; efectivamente, en pocas ocasiones arquitectura y arte mueble, continente y contenido, habían logrado una adecuación, una compenetración semejante. Sin embargo, el museo que ahora, temporalmente y mientras San Gregorio se remoza y adecua a las exigencias de la museística actual, se muestra en Villena es tan atractivo, o incluso más, que el anterior.

Es verdad que limitaciones de espacio han obligado a prescindir de algunas piezas -así, es posible que algunos echen de menos la grandiosa Sillería de San Benito, pero es bueno saber que su ausencia se está aprovechando para su restauración-, pero también es cierto que se exponen piezas hasta ahora no vistas, al menos de modo permanente, y varias recientemente adquiridas, como el extraordinario grupo, en mármol, de la Virgen con el Niño, de F. Vigarny.

Tras una primera sala en la que se han concentrado las mejores obras de época medieval, el protagonismo corresponde a Berruguete, como escultor y pintor; un artista tan innovador en su tiempo no podía por menos que adaptarse magistralmente al nuevo espacio. Viene luego la reposada grandeza de Juni a llenar un ámbito presidido por su Entierro de Cristo, tan real y tan teatral al mismo tiempo, pero donde destaca especialmente, a mi juicio, el magnífico Crucificado. Compartiendo sala con la majestuosa y tanto tiempo escondida Asunción de T. Willeboirts Bosschaert, está el mejor Gregorio Fernández, destacando su espléndido Bautismo de Cristo, recién restaurado, o la Piedad y el Camino del Calvario, exponentes de su producción procesional y teatral, limpiamente exhibidas.

Martínez Montañés y Alonso Cano capitanean la sala dedicada a la escuela andaluza, donde se luce también un magnífico San Ignacio, de Roldán. Ya en la segunda planta, alterado por exigencias de tamaño y peso de algunas obras el rígido discurso cronológico, entramos de nuevo en el Renacimiento. Con las piezas escultóricas renacentistas alternan algunas de la mejores pinturas de la colección, como el solemne Calvario, de Antonio Moro, o la deslumbrante Anunciación, de Gregorio Martínez, y, en el barroco, el Heráclito y Demócrito de Rubens se rodea de otras obras españolas y flamencas. Como colofón, el siglo XVIII muestra la versatilidad de su sentimiento en el que caben por igual el dramatismo de la Cabeza de San Pablo, de Villabrille y Ron; la primorosa elegancia de la Inmaculada, de Pedro de Sierra, y los dos conjuntos de pequeña escultura que forman el deslumbrante Belén napolitano.

María Antonia Fernández del Hoyo es profesora titular de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid.

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