Protesta ante la Ciudad Prohibida
Las estructuras binarias son de una larga tradición en la historia del ser humano. El Bien se explica por el Mal; Grecia se sentía realizada con el mundo bárbaro; Roma necesitaba a Cartago aunque acabara destruyéndola; y hasta en Oriente tienen el ying y el yan. Con la Revolución Industrial, el liberalismo inició una larga batalla contra el Antiguo Régimen, y durante gran parte del siglo XX todo pareció estar cómodamente en su lugar por no poco dolor que ello generara, mientras dos propuestas alternativas, liberal-capitalismo y comunismo marxista, se disputaban las conciencias. La posibilidad de elección, aunque fuese mucho más teórica que real, era algo positivo. La Historia parecía un supermercado abastecido de oportunidades.
Y hete aquí que uno de los dos polos del confort geopolítico desaparece, presa de una ambición suicida. ¿Es cierto que la naturaleza tiene horror al vacío?
En la última docena de años, si tomamos la crisis del Golfo como momento nodal, el mundo ha vivido básicamente cojo. Estados Unidos es la única superpotencia, su supremacía político-militar es indiscutible, pero eso no significa que pueda ni quiera llenar la totalidad del espacio estratégico evacuado por el fin de la Unión Soviética. A Washington le falta la voluntad de ser que era notoria, aun de acuerdo con la tecnología de su tiempo, a la Inglaterra victoriana o a la España de Olivares. La historia del escudo antimissiles del presidente Bush, con su retraimiento en pos de la invulnerabilidad, es buena prueba de ello.
Y la fenomenal protesta de Génova, ante los muros de la Ciudad Prohibida, donde, como decía Eugenio Scalfari en La Repubblica, ocho mandarines se reunían para departir sobre la suerte del mundo, es la presentación de la candidatura, en este caso con sangre, al cargo de nada leal oposición. Ante el fenómeno de la mundialización no hay partidos, ni instancias, ni confederaciones de ONG que valgan, sino un sentimiento de estafa, de quien se siente traicionado, de una coalición de agraviados por una multitud de razones, que van desde el desempleo en carne propia ante la más genuina revulsión por el crecimiento de las desigualdades en el mundo, directamente atribuible todo ello a la ofensiva neoliberal, como recordaba en estas páginas el profesor Vidal-Beneyto, citando a Michel Camdessus, que seguro que tiene motivos para saberlo.
En esa protesta se emboscan los agraviados de los agraviados, los que sufren el desquiciamiento hasta la delincuencia de la frustración personal que provoca el espectáculo del éxito y de la tragedia que se codean a diario en la programación televisiva del mundo occidental. Y si, encima, la policía echa una mano, como ha ocurido en la reunión del G-8, se acaba con presuntos homicidas de un lado e inevitables mártires de otro.
En la concentración de la ciudad italiana, como anteriormente en Seattle, ha habido de todo menos alternativa política, quizá porque, salvo en el caso de los deliberados devastadores del mobiliario urbano, no ha sido tanto una protesta contra el sistema como una violenta reclamación contra el reparto de sus frutos. Al igual que la revuelta zapatista en Chiapas, poscomunista en cuanto que sólo reclama una parte del poder para sus protagonistas, esta nueva oposición en ciernes pide, al menos en sus exhortaciones más nobles, un mejor reparto de la riqueza, pero no acierta a proponer una fórmula para que eso sea posible.
Ésa es su gran debilidad que no le permite ser alternativa: la de saber a lo que se opone, pero dejar en ascuas con respecto a lo que propone. Se trata de un movimiento, o magma de movimientos, sólo estructurado para producir un efecto catártico, la puesta en escena de una representación teatral dramática, de nuevo como en México, que obligue al mundo a tomar conciencia de que existe.
El presidente Chirac, que para algo es heredero de la Revolución Francesa, dijo en Génova lo mínimo que había que decir: en vez de ladran porque cabalgamos, cabalgamos demasiado aprisa y por ello nos están ladrando. Ésta es la nueva oposición en un mundo en el que el amor a la geometría se perdió hace ya más de diez años.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.