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GUIÑOS
Columna
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Miradas de frente

La colección PhotoBolsillo, editada por La fábrica, acaba de publicar una monografía del fotógrafo vasco José Ignacio Lobo Altuna (Tolosa, 1967). Se trata de un libro manejable y asequible de precio. Ayuda a descubrir los aspectos fundamentales de un autor que mira al objeto de su imagen de manera abierta y frontal, para extraer el máximo interés posible. Así como el contenido es variado en temas, el primer plano es la constante que más se repite en la toma, tal como se pone de manifiesto en las 82 fotografías que recogen sus páginas.

Por una razón o por otra, Lobo Altuna gusta decir, como otro gran número de sus colegas, que es autodidacta, pero algo debieron enseñarle en la Sociedad Fotográfica Irudi Taldea de Algorta, por donde pasó antes de emprender su auténtico camino como fotógrafo. En 1989 funda la galería Irudi, una sala dedicada exclusivamente a la fotografía que nunca llegó tan lejos como se hubiera deseado pero resultó ser un buen trampolín para entrar en el medio. Le siguieron trabajos como técnico de laboratorio en blanco y negro, colaboraciones con la agencia Stock Photos y algunas otras actividades puntuales, antes de recibir una beca en el certamen Fotopress de 1993 para realizar un trabajo sobre deporte rural vasco. Un año más tarde Raúl Guerra-Garrido pone el texto en su libro La muga en el horizonte cuyo contenido se expone en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Al mismo tiempo inicia un tema sobre el culto mariano que titula Ave María y le van llegando merecidos premios, laureles y exposiciones. En 1999, el festival francés Visa pour l'image proyecta su original audiovisual Juegos de manos y, por otro lado, comienza una colaboración para la revista de la Universidad del País Vasco que dura hasta nuestros días.

El libro publicado ahora ofrece retazos del carnaval en distintos pueblos del País Vasco. Pasa por Tolosa, Lantz, Zubieta o Alsasua. Su forma de enseñarlo huye de criterios comunes, los matices románticos de estas prácticas ancestrales ligadas a la etnografía desaparecen, consigue diluir el aspecto festivo. En sus retratos el folclore trasluce la furia y lo grotesco de los personajes disfrazados para la ocasión. Gesto y expresión, con la ayuda de la máscara, más que ocultar, parecen realzar su autentica identidad. Pero este efecto no se alcanza de manera inocente, el autor fuerza las perspectivas aproximándose cuanto puede al sujeto, recurriendo a unos exagerados contrapicados y a la dureza de un fogonazo de luz artificial en directo.

El estilo recuerda a Lisette Model o Diane Arbus en sus momentos más apasionados, cuando rompen con la barrera entre personajes monstruosos y la gente corriente. Es poco convencional, resulta eficaz para recrearse en los aspectos más sórdidos y su aparente ingenuidad consigue resultados diabólicos. Si nos remitimos al tratamiento realizado en el tema sobre el culto mariano, la ciega en Fátima, el penitente de Lourdes con un cirio en cada mano o los beatos de El Rocío son ejemplos de una subcultura obsesiva, muestra de un misticismo repleto de matices histriónicos. Si vamos al deporte rural vasco, la selección y el tratamiento resulta similar. Así lo vemos con un aldeano en Andrakas, en los gestos de los participantes en la sokatira o en la inquietante toma aparentemente realizada bajo el aizkolari, cuando tiene el hacha levantada, y repetida con el levantador de una piedra de trescientos kilos que parece va a soltarla sobre el fotógrafo. En todas ellas el flas frontal, delimitando con su luz la figura principal y recortando figuras contra el horizonte o el cielo, realza el dramatismo de unas fotografías pensadas para impresionar, para descubrir facetas desconocidas ( quizás dejadas voluntariamente en el olvido) de una sociedad que, sobre todo lo demás, quiere gozar de un pulcro y transparente bienestar.

Lejos queda la retórica embellecedora de los mensajes; en este caso nos encontramos con un documentalismo sangrante y cargado de intención que llega de donde otros no quieren mirar.

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