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La cuestión alimentaria en España

La cuestión alimentaria, en nuestro país y en muchos otros países avanzados, lleva camino de convertirse en una de las cuestiones que caracterizarán el comienzo del siglo XXI. Por 'cuestión alimentaria' me refiero a la seguridad alimentaria, tan en entredicho desde hace tiempo por las sucesivas crisis de la encefalopatía espongiforme bovina, las dioxinas en la carne de pollo, los benzopirenos en el aceite de orujo... y ¿cuántas antes? o ¿cuántas en lo sucesivo? Muchas personas no son simplemente conscientes de que los alimentos que ingerimos están expuestos, debido a los sistemas de producción, transformación industrial, conservación y distribución hasta las despensas de los consumidores, a continuos riesgos de contaminación, que a su vez se traducen en riesgos para la salud de los consumidores. Tan sólo un sofisticado entramado de normativas, instancias administrativas y controles evita crisis sistemáticas de seguridad alimentaria que, sin embargo, se desencadenan puntualmente con cierta frecuencia. Cuando uno se pregunta por qué se dan estos episodios ha de preguntarse, en realidad, en qué fallan la normativa, las instancias administrativas o los controles.

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Cuando un alimento implica un problema de salud, su producción, transformación, conservación o distribución han dejado de atenerse a las normas establecidas, lo que puede suceder por accidente, negligencia o avaricia de los agentes implicados en el correspondiente eslabón de la cadena. También puede suceder que, habiendo funcionado correctamente los protocolos establecidos, elementos inesperados hayan intervenido en la crisis, revelando así la insuficiencia de los mismos, que, por lo tanto, deberán ser revisados. En cualquier caso, la capacidad de reacción frente al problema que se suscita debe estar suficientemente garantizada.

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En España y en la Unión Europea, sin entrar a considerar los mecanismos multilaterales arbitrados por la OMS (Organización Mundial de la Salud) y por la FAO (Food and Agriculture Organization), existe, como decía, un entramado administrativo, de normas y de controles que deberían bastar para evitar crisis como las que se desatan con tanta frecuencia. Este entramado se basa en las numerosísimas disposiciones sobre todos los aspectos relacionados con la seguridad alimentaria (higiene, bacterias patógenas, parásitos, contaminantes, aditivos, plaguicidas, materiales en contacto con los alimentos, etcétera) instrumentadas en las correspondientes directivas y reglamentos comunitarios en los que se fijan niveles máximos autorizados. El consumidor debe saber que son miles las sustancias que se encuentran censadas y reguladas en la actualidad, aunque sus efectos no sean enteramente conocidos todavía. También debe saber que constantemente se introducen nuevas sustancias en los procesos de producción de alimentos que ponen en jaque a las propias autoridades reguladoras. La constante innovación tecnológica, muchas veces sin el debido contraste, caracteriza a este sector económico tanto como a los más avanzados.

Dicha normativa se elabora mediante un proceso concertado entre la Comisión de la Unión Europea (Dirección General de Salud Pública y Consumo), las autoridades competentes de los Estados miembros (ministerios o departamentos de Sanidad y Agricultura), los comités científicos creados al efecto y, en menor medida, las asociaciones europeas y nacionales representativas de los sectores implicados en la producción alimentaria. En esencia, todo el cuerpo normativo al que se ha aludido se basa en el mejor consejo científico disponible para establecer los niveles aceptables de sustancias peligrosas presentes en los alimentos, trata de combinar los intereses de los productores y los consumidores y establece los mecanismos de control de su cumplimiento y de sanción en caso contrario. Este proceso normativo es necesariamente complejo y pesado.

En nuestro país, como en el resto de la Unión Europea, son de aplicación los principios generales anteriormente expuestos. Pero nuestras instituciones y mecanismos de control, concertación, coordinación y decisión son específicos y marcan la diferencia en materia alimentaria con el resto. La fortaleza, flexibilidad y eficacia de los procedimientos elaborados a escala comunitaria se juega en España en los planos nacional y autonómico, en los que aquéllos se instrumentan, correspondiendo la aplicación al plano autonómico. Hay muchas razones para pensar que en nuestro país son claramente insuficientes la coordinación administrativa, el recurso a la evidencia científica, el control de la cadena alimentaria, el muestreo de los alimentos, la concertación con las asociaciones del sector, la toma de decisiones y la comunicación con la opinión pública. Ninguno de estos aspectos ha quedado satisfactoriamente explicado con motivo de las recientes crisis de seguridad alimentaria en nuestro país.

Dado el dinamismo del sector y la complejidad y pesadez del proceso normativo, no es de extrañar que en ocasiones se den crisis alimentarias más o menos graves. Pero cada vez que una de estas crisis se da surgen numerosas cuestiones entre la opinión pública que, en todo caso, requieren respuesta. Se trata de saber si cada eslabón de la cadena establecida ha cumplido su cometido. Se trata, en suma, de evaluar la efectividad del sistema de seguridad alimentaria establecido y de si, a la vista de los problemas recurrentes, no conviene adoptar una reforma radical de dicho sistema tal y como se aplica en nuestro país. Los Gobiernos de turno pondrán más o menos voluntad en afrontar los problemas, pero desde hace ya demasiado tiempo asistimos a una serie de crisis alimentarias en las se ponen en evidencia numerosos fallos del sistema de seguridad alimentaria.

Los consumidores descubrimos cada vez más sustancias de las que nunca habíamos oído hablar, aprendemos que no sólo son nocivas para nuestra salud, sino que se encuentran en cantidades desproporcionadas en los alimentos que ingerimos, y escuchamos explicaciones insuficientes o contradictorias, carentes de apoyo científico. En suma, en vez de observar una respuesta eficiente del sistema de seguridad alimentaria ante algo que puede suceder a pesar de todo, lo que observamos es un galimatías muy preocupante que ni siquiera el proceso político contribuye a resolver, pues lo que parece importar más que la seguridad de los consumidores es la confrontación partidista. Hay muchos motivos para pensar, además, que lo que vemos que sucede en materia de crisis de seguridad alimentaria no es más que la punta del iceberg.

No se puede eludir la sensación de que los responsables de salud pública alimentaria estatales y autonómicos tienen sus competencias muy desatendidas, o la de que el recurso al consejo científico en la materia brilla por su ausencia en nuestro país, o la de que los productores de alimentos hacen lo que quieren sin atenerse a las normas. Son demasiadas malas sensaciones como para quedarse tranquilo con meros golpes de efecto, como el reciente de la retirada fulminante del aceite de orujo. Convendría saber cuál es el presupuesto que Sanidad o Agricultura destinan a la investigación científica y a programas de muestreo y detección de sustancias peligrosas en los alimentos. Convendría saber cómo se organiza el diálogo con las asociaciones de productores de alimentos. Convendría escuchar explicaciones sobre cómo se coordinan las distintas administraciones o cómo se toman las decisiones, así como sobre muchos otros aspectos relativos a nuestra seguridad alimentaria que parecen no interesar ni al Gobierno ni a la oposición. Pero, si la burocracia alimentaria no responde, sería bueno que la sociedad civil tomase cartas en el asunto favoreciendo en el mercado a los productores de alimentos que basan su cuenta de resultados en la calidad de sus productos, y no a los que la basan en un negligente, por no decir criminal, abaratamiento de sus costes de producción. Si la Administración no paga a los científicos para que nos ayuden, los consumidores podemos hacerlo a través de las asociaciones civiles pertinentes, aunque tengamos que crearlas.

José A. Herce es profesor de Economía en la Universidad Complutense de Madrid y director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada.

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