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Columna
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La transición-catarsis

Dos tipos muy similares de transición-catarsis están comenzando simultáneamente en dos países distantes, pero, por lo visto, no tan distintos: Perú y Yugoslavia.

Transiciones las puede haber tantas como culturas y situaciones políticas; la española fue una transición-demorada, en el sentido de que había comenzado mucho antes de que, aparentemente, lo hiciera, porque la sociedad estaba ya transitando hacia el futuro, por lo menos desde los años sesenta; por añadidura, el hecho de que muchos de los protagonistas de la guerra civil acordaran estar muertos a fin de la década de los setenta, evidentemente, ayudaba.

Pero ni en los Balcanes ni en en la sierra andina se pueden permitir el lujo de tanta parsimonia, porque en el paso de una dictadura o régimen autoritario a un sistema democrático hay que proceder siempre a un desenclavamiento de la situación anterior; ni Alejandro Toledo puede gobernar con el fujimorismo enquistado en las estructuras de poder ni el jefe del Gobierno serbio, Zoran Djinjic, con las cohortes de Milosevic intactas en Yugoslavia.

Ello implica toda una compleja remoción de cargos, y reformas varias, que han de cumplirse con arreglo a los ritos democráticos, pero seguramente hace falta algo más. Y ahí es donde entra la catarsis, la expiación por el dolor de la tragedia griega, o la purificación por la verdad y aun el escándalo, que lleven a la reconciliación.

Esa catarsis es la que podría desarrollarse encarnada en sendas representaciones teatrales, es decir, en dos juicios inminentes. El de Vladimiro Montesinos, el príncipe de las tinieblas del depuesto y fugado ex presidente AlbertoFujimori, en Lima, y el de Slobodan Milosevic, ex jefe del Estado yugoslavo y genio malo de sí mismo, ante el Tribunal Penal Internacional de La Haya. Ambos, presumiblemente, elegirán la huida hacia adelante de la delación masiva, de los vídeos que cuentan como en una gigantesca teleserie de nuestro tiempo la historia de la corrupción fujimorista, y de la inculpación oral, en uno y otro caso, de la clase política que colaboró con los dos presidentes en su respectiva carrera de fechorías, aunque en el aspecto directamente luctuoso de la sangre derramada, no parece que el peruano le llegue a la suela de los zapatos al serbio. Esa fuga por elevación del crimen de Estado es probablemente necesaria, sin embargo, para que la transición llegue a feliz término. Como en el caso decano de este tipo de transiciones, Suráfrica, con su Comisión de la Verdad y la Reconciliación para liquidar el horror del apartheid, la opinión yugoslava y peruana no sólo tienen derecho a saber, sino que cabe esperar que se beneficien de esa ceremonia de purificación colectiva, que se presta tan especialmente a la épica y a la poética de un nuevo comienzo. No faltan casos que pueden servir de punto de apoyo a esta presunción. Chile, indudablemente, era ya una democracia en construcción bastante avanzada cuando a un juez español se le ocurrió actuar contra el ex dictador Augusto Pinochet, pero es perfectamente legítimo argumentar que el hecho de que el general chileno haya sido traído y llevado por el sistema judicial británico, de que haya estado en detención domiciliaria, de que en su país se hayan iniciado seriamente acciones legales en su contra, en definitiva, de que haya sido escarnecido ante el mundo entero son elementos de catarsis para la opinión chilena, tanto para los que ven en todo ello una vejación nacional como para los que anteponen justicia a soberanía. Hoy, aunque no llegue a haber nunca un juicio formal contra el ex dictador, purificación por el dolor -sobre todo, suyo y de sus partidarios- sí la está habiendo. Y, en cambio, la tentativa de catarsis que significaron en Argentina las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, quizá no haya sido suficiente para lograr idéntico efecto, porque el manto de silencio que ha caído sobre los acontecimientos ha sido demasiado grande y éstos se hallan demasiado próximos.

Serán hoy no pocos los que, en Perú y Yugoslavia, rueguen a Dios que les arrebate de súbito la vida a sus demonios respectivos, por temor a lo que éstos pueden contar sobre un pasado que, inevitablemente, modelará el presente. Pero saber siempre asea. Parece oportuno, por ello, recorrer un vía crucis de culpa y expiación, la catarsis, para que esos demonios ya no puedan levantar cabeza.

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