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Columna
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Harina de otro costal

Según contaron ellos mismos, al poeta Miguel Hernández y al escultor Alberto Sánchez les encantaba disputar sobre esa sabrosa ciencia, ya casi olvidada, de saber poner el nombre adecuado a cada pormenor silvestre de lo que abarcaba su vista mientras paseaban por el campo. Claro que eran tiempos en que eran doctores en esta ciencia los pastores y los panaderos analfabetos, la profesión de ambos incluso todavía cuando ya comenzaba a despuntar su respectiva fama en los inquietos años veinte del pasado siglo en nuestro país. Esta facultad de saber lo importante sin estudiar constituye la auténtica cultura de un pueblo y es, por lo menos en el terreno del arte, la que forja, no pocas veces, su grandeza.

A nosotros, sin embargo, nos cuesta entender por qué un panadero toledano, como el genial Alberto, pudo, casi como por ensalmo, resolver con galanura los abstrusos problemas plásticos de la vanguardia parisina. Dejemos la solución del enigma a los esforzados académicos, pero el caso es que Alberto, apenas en los tres lustros que discurrieron entre 1925 y 1940, realizó una formidable obra plástica cuyas vanguardistas formas orgánicas se adecuaban a la perfección a la maleable materia del barro y la harina, donde, no se sabe desde cuántos siglos atrás, el pueblo aprendió a saborear el tacto como caricia.

¿Fue también en la tahona donde Alberto moldeó su ideología socialista y el valor artístico liberador de cualquier oficio manual, máxime cuando es capaz simultáneamente de nutrir el cuerpo y el espíritu? Estoy tan convencido de ello como del estimulante efecto con que el huracán de la historia transformó en nuestro país, durante aquellos tres lustros de agitada esperanza, a los pastores y a los panaderos en artistas. Destruido por los bombardeos de la guerra civil el taller madrileño de Alberto, que, en 1939, partió para el que sería su destino ruso final, hoy apenas conservamos sino reproducciones de lo que originalmente hizo. Su leyenda no ha decrecido por ello. Ahora, por ejemplo, con motivo de su retrospectiva en el Reina Sofía, se ha reconstruido su monumental escultura, El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, que se exhibió, junto al Guernica, de Picasso, en el Pabellón Español de la Exposición Internacional de París del año 1937. He aquí, pues, transcurridos 64 años, y en plena era posmoderna, que esa estrella vuelve a alumbrarnos con la increíble luz de cuando, en España, los panaderos eran artistas por ciencia infusa. Era, claro, una harina de otro costal.

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