El cuerpo del príncipe
El heredero de la corona ha sido visto esta semana pasada. En la Comunidad de Madrid, que visitó oficialmente. En las revistas del corazón, que han detectado un recalentamiento de su rollo con Eva Sannum. Durante la visita, el príncipe estuvo ecológico, artístico, anticastizo, sobresaliendo entre el séquito no sólo por sus dos metros. Yo me temo que tanto subrayar la finura política y el talante moderno -posiblemente ciertos- del futuro rey de España no sea sino un modo de dorar la intragable píldora del anuncio de boda con la modelo sueca.
Un artículo publicado por Antonio Elorza en este periódico (agudo y lúcido, como suelen ser los suyos) me llevó a la letra k de mi biblioteca, donde estaba, leído pero con capas de polvo, un libro que en su día sirvió para que comprendiera mejor el pensamiento escondido en los dramas históricos de Shakespeare. Me refiero a Los dos cuerpos del rey, de Ernst H. Kantorowicz, publicado aquí por Alianza en 1985 y, por lo que sé, nunca agotado. Es un tomo de 500 páginas, y su riqueza impide cualquier resumen circunstancial, pero tiene un capítulo dedicado a la 'Tragedia del rey Ricardo II', la real y la shakesperiana, que me ha parecido muy relevante en estos días de cábalas y diretes regios.
Durante la visita a la comunidad madrileña, algunos ciudadanos le dijeron simpáticamente al príncipe Felipe que se casara con quien quisiese, atendiendo a su corazón y no a las razones de Estado. Se lo gritaron con más fuerza algunas damas de la farándula (Emma Penella, Lina Morgan), que ya se sabe lo sentimentales que son. Y lo interesadas, pues las operetas, las comedias de enredo, las farsas cinematográficas, han plasmado a menudo el sueño del romance de un monarca con una chica del espectáculo. Me acuerdo en particular de la deliciosa película de Laurence Olivier El príncipe y la corista, basada en una pieza teatral de Terence Rattigan, El príncipe durmiente (¿No se atreve ningún productor español a montarla hoy? Podría hacerse de oro, aunque tiene once personajes, y el precedente de que aquí la estrenaron actores de la talla de Mari Carrillo, Enrique Diosdado, Amelia de la Torre, Ricardo Lucía y Gracita Morales, entre otros).
En el cine, el propio Olivier interpretó al príncipe,amanerando genialmente un acento centroeuropeo y sacándose de la manga unas travesuras divertidísimas con su monóculo; la corista era Marilyn Monroe, pero no esperen ustedes de mí una comparación cruel entre el cine angloamericano y la realidad hispano-sueca. Nobleza obliga.El enamorado de sangre azul de la película venía de un país de fábula, Ruritania, y aun así no se quedaba al final con la chica estupenda. Nosotros, que vivimos en el realismo sucio, es muy posible que tengamos por todo lo alto boda romántica. No es que me parezca un atentado al orden dinástico, sino, sencillamente (y más gravemente), la traición del pacto por el que los plebeyos, los ateos de la monarquía, aceptamos los falsos dioses reinantes. Un pacto irracional que nos hace suspender transitoriamente la incredulidad, la repugnancia democrática al hecho de que una casta de elegidos no electos rijan los destinos de tu país, sometiéndose a cambio a ciertos simbolismos de una naturaleza tan metafísica como su derecho de sucesión.
Si se confirmara la decisión del príncipe Felipe de anteponer su deseo a la realidad simbólica del trono, estaríamos, no me cabe duda, ante lo que Kantorowicz afirma en su libro respecto al díscolo Ricardo II: 'El cuerpo natural del rey ha traicionado al cuerpo político', a la 'pompa del cuerpo de un rey'. Despojado de pompa y singularidad, igualado al común de los mortales por los libertinajes del amor propio, ¿de qué nos vale la figura mágica de un príncipe azul? 'Shakespeare lo dijo: es difícil conciliar el sueño cuando se ciñe una corona', confiesa en un pasaje de la comedia de Rattigan su príncipe regente. Conciliarlo, no sé. Lo que resulta insostenible es que un ciudadano disparatadamente privilegiado y sublime por definición quiera también gozar de las pequeñas alegrías venéreas que nos hacen pasable la vida a los que sólo tenemos una sangre roja y calentorra.
Babelia
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