Arte del enemigo
¿Qué haces tú a la salida de un cine? O de un teatro. ¿Qué se hace al acabar un concierto, de Brahms o de Sanz? Sé lo que hago yo en estos casos, y la gente con la que suelo ir a las películas, a las funciones, a las óperas. Te habrán gustado más o menos, saldrás con sed o hambre o hastío, incluso, si te da por la mitomanía, eres capaz de esperar en la puerta de artistas al divo con la esperanza de que te firme algo o te permita un beso en la mejilla. Lo normal es alejarse en la noche hablando de lo que has visto, los que fuman fumando deleitosamente, y la copa o la cena posterior se ilustran con las discusiones y el sacar punta a lo que el director ha querido decir. No suele, ese tipo de público, mear en la acera ni esgrimir el botellón de calimocho. Hace 10 días estuve en una fiesta de cumpleaños, y al salir del local público donde se celebró me encontré un campo de batalla lastimoso. Mientras nosotros estábamos dentro festejando privadamente a la amiga que cumplía cincuenta, cientos de miles en otra parte de la ciudad celebraban los cinco goles de su equipo, que les aseguraban no sé qué premio o copa. Todo legítimo. Pero cuando quise disolverme pacíficamente a mi casa, alegre por los gintonics y también yo bastante cargado de uretra, fui a dar con un abrevadero, con un meadero, con un estercolero monitorizado por la policía nacional y transmitido en directo a la nación y en pantalla gigante a los propios animales que por allí pacían entre los setos. Vidrios rotos, como en la célebre y siniestra noche alemana, mamparas destruidas, flores arrancadas, repulsivo olor. En pleno centro de la ciudad de Madrid, y en medio de un aparatoso dispositivo policial pagado de mi bolsillo.
La fiesta de los toros tiene muchos intelectuales a su favor, incluyendo a aquel que se fumaba un puro en la barrera y luego hacía las mejores películas de la historia. Pero cuenta también con el oprobio de otros no menos ilustres, que condenan vehementemente -para mí que no les falta razón- la bruta sanguinolencia del ruedo. Lo curioso de nuestro país es que no haya entre la clase pensante casi nadie opuesto (no digo desinteresado; insisto: opuesto) al fútbol, y que sea posible el caso del admirado escritor que por la mañana arremete contra los toros y por la tarde entona la oda a su amado equipo de balompié. Lo diré sin contemplaciones: al lado del fútbol, tal como se practica hoy y en función de las repulsivas pasiones que levanta entre sus seguidores, la tauromaquia me parece un inofensivo divertimento. No hay, me dirán los futboleros, muerte premeditada en el césped, ni picadores del jugador lesionado, y son incomparablemente más chabacanas las lentejuelas del matador que el calzón de los futbolistas, aunque éstos llevan en la camiseta cada vez mayor número de anuncios, pegatinas y hasta mensajes ñoños a sus hijitos que enseñan si consiguen alguna proeza en el partido. Para mí tales distingos son minucias irrelevantes. No sigo ligas ni copas, pero el otro día vi la final europea del Valencia, un equipo simpático en su género.Aquello tenía poco que ver con el juego y con un posible arte deportivo. La mayor parte del tiempo los jugadores se ponían la zancadilla, se daban golpes o puntapiés, cuando no se agredían directamente a la cara. Pude observar, eso sí, que el juez de lidia, también en culotte, sacaba unas tarjetas a los agresores, cosa, creo, que aún no se practica en los toros. Además de la corrupta componenda política y económica que lo acompaña, el fútbol actual consiste en la eliminación del contrario, en humillarlo y relegarlo, no sólo en vencerlo.
De ahí que la escena de la celebración del triunfo del Real Madrid en la Cibeles tuviese tanto de venganza y humillación.Ajenos a la generosidad del noble ganador, los madridistas entonaban odiosas coplas racistas y sexistas contra el Valencia, me temo que no muy distintas de las que cualquier otra hinchada podría haber cantado en ocasión semejante. Una amiga que salía conmigo del cumpleaños me dijo: 'Ojalá se pudiera pasar una parte de la energía del fútbol a los espectadores del cine y el teatro'. Ni creo esto ni lo deseo. El público de las artes aspira a comprenderse, a saber más de lo que no conoce, a mejorarse entrando en el terreno del Otro. El fútbol, al contrario, alimenta -entre el patán ultrasur y el intelectual más culto- la larva del desprecio a quien no lleva sus mismos colores.
Babelia
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