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Columna
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El lado oscuro de la naturaleza

Está otra vez en los escaparates de las librerías, con bonitas tapas nuevas encima de sus hermosas viejas palabras, editado por Anagrama, un libro que leí cuando aún no conocía el mar y su lectura me hizo inventarlo. Es otra vez el mar del Gran Sol en el que Ignacio Aldecoa navegó hace cuarenta o quizás cincuenta años. Y ahora, cuando su infancia ya casi se mide por mitades de siglo, sigue siendo este Gran Sol un libro recién escrito y su mar un mar recién surcado. No es difícil averiguar, sobre todo si cuenta una historia de mar de fondo, cuándo un viejo libro se hace súbitamente nuevo y vuelve a escribirse por sí solo, sin que nadie le haya tachado o añadido una palabra. Ocurre cuando el flujo del relato se mueve de manera distinta, sobre diferentes ritmos y acordes, en cada salto de tiempo, de manera que lo que leímos en él hace quince o veinte años, leído ahora parece, y es, otro relato, como es otro el mar en que ahora naufragamos de nuevo embarcados en la flotación de sus páginas. Es siempre el náufrago quien inventa al mar, por ser quien más cerca percibe la naturaleza oscura de su profundidad.

El relato de la eterna y remota abstracción del mar tiene algo de concavidad sobre la que, en cada lectura, proyectamos o depositamos nuestros cambios íntimos, desencadenando en la lectura del relato, e imprimiendo en la imperturbable quietud mineral de las páginas del libro, algo que se parece, y que probablemente es, una mutación. Hay por eso tantas Moby Dick como lecturas de ella. Y esto, que siempre ocurre en la decena escasa de relatos indispensables que se han escrito, se acentúa en esta novela -de la que hay seguramente varias ediciones escondidas detrás de los escaparates por donde se asoma de nuevo la siempre inédita Gran Sol- por lo que tiene de poema trágico del mar y de incursión sin retorno dentro de lo que su autor, Herman Melville, llamó el lado oscuro de la naturaleza.

No hace falta ayuda exterior para que cualquier enésima lectura de Moby Dick sea siempre otra vez su primera lectura. Pero hay veces que este empujón de fuera sobreviene y el golpe de la enésima primera lectura se hace más urgente y voraz. Me despertó esa hambre de una nueva y enésima primera lectura de Moby Dick un vivo y emocionante reportaje editado por Mondadori, En el corazón del mar, del que es autor el estadounidense Nathaniel Philbrick, que cuenta con el aliento contenido el aterrador naufragio, ocurrido en agosto de 1819, en medio del océano Pacífico, del ballenero Essex, de la isla de Nantucket, Massachusetts, que fue atacado frontalmente por un inmenso cachalote negro, de 26 metros, que embistió con furia que parecía inteligente, calculada, contra el buque y lo reventó, en palabras del primer oficial del Essex, con un colosal golpe del morro envuelto en una malvada y sacrílega estela de espuma blanca, poderosa y turbadora imagen que presagió la leyenda de una ballena asesina de hombres y teñida con el color deicida de los sudarios.

El ballenero Essex estaba gobernado por el apacible capitán George Pollard y por el enigmático, engallado y finalmente demente primer oficial Owen Chase, que son las raíces verídicas (Melville invirtió sus jerarquías en la cubierta del ballenero de Moby Dick) del primer oficial Starbuck y del capitan Acab, las dos voces que gritan su rencor en el abismo del castillo de popa del Pequod, el buque errante, blasfemo perseguidor de la gran ballena blanca, cuya existencia desveló el oficial Chase en sus memorias, publicadas en Nueva York en 1821, poco después de que lo rescatasen del fondo de una balsa llena de esqueletos humanos, mientras sorbía, reducido a un hambriento despojo, el tuétano del último hueso del último de sus compañeros de zozobra.

No se respira mientras se bucea en estas raíces del más oscuro y hondo relato del mar. Melville buscó en los destinos del puñado de supervivientes del Essex los rasgos de la tripulación del Pequod y en el loco orgullo del oficial Chase encontró el soporte inmediatamente reconocible de la humanidad herida de Acab y su insaciable odio a Moby Dick. El fantasma de Owen Chase nos acerca al gigante blasfemo herido en el orgullo de su condición de hombre por una bestia gobernada por las leyes del lado oscuro de la naturaleza. Y le hace ser algo más que hijo de la inventiva de Melville, pues le convierte en suceso, en vida ocurrida, en metáfora de carne y hueso.

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