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Columna
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Esperar y ver

Emilio Ontiveros

Ésa es la actitud en la que parece instalado el Banco Central Europeo (BCE), sin que sepamos muy bien qué es lo que necesita presenciar antes de decidir incorporarse al resto de los bancos centrales en la adecuación de su política monetaria a la evidente desaceleración del conjunto de las economías del área.

La última vez que el BCE redujo sus tipos de interés fue en abril de 1999; en noviembre inició el repunte, desde el 2,25% hasta ese 4,75% en que quedó en octubre pasado. Las condiciones económicas han cambiado algo desde entonces. Lo ha hecho, desde luego, la tasa de variación de los precios al consumo, su principal centro de atención, que, tras ascensos hasta la frontera del 3%, quedaba en febrero en el 2,6%.

La combinación de un euro manifiestamente depreciado y un elevado precio del petróleo han sido los principales responsables de ese alejamiento del 2% de tasa interanual que fijó como máximo el BCE. Que en algún país (España, sin ir más lejos) esa tasa de variación esté manifiestamente alejada de ese límite y las probabilidades de reconducción sean cuestionables, no significa que ocurra lo mismo para el conjunto de la zona. Las economías consideradas centrales están caminando hacia la estabilidad en los términos definidos por Francfort. La evolución de la oferta monetaria medida por el agregado M3, el segundo pilar en el que descansa la actuación del BCE, tampoco es constitutiva de alarma, al igual que las negociaciones salariales en curso.

De las condiciones económicas también forman parte las revisiones a la baja de las previsiones de crecimiento económico de todas las economías. La transmisión de la desaceleración estadounidense está siendo más intensa de lo previsto hasta el punto de que no hay institución internacional que no haya recortado de forma significativa el crecimiento de la zona euro para el conjunto del año en curso. Por eso, llama la atención la persistencia del BCE en esa actitud, tanto más cuanto que no hace mucho, el pasado 23 de marzo, algunos consejeros relevantes (JeanClaude Trichet y Otmar Issing, entre otros) admitían que el diagnóstico de la situación ya no era el mismo, reconociendo la importancia del menor crecimiento económico.

La paradoja que hace más incomprensible la actitud del BCE, aunque no la sorpresa, sigue aportándola un tipo de cambio del euro que se deprecia adicionalmente (que aumenta los riesgos inflacionistas) cuando se aplazan las señales de relajación monetaria y, en esta ocasión, una curva de tipos que el mercado tensa en todos los plazos.

Esa actitud de pasiva espera del BCE no sólo la comparten nuestras autoridades económicas (en realidad, el ministro de Economía es de los pocos que la recomiendan públicamente), sino que parecen extenderla a ese otro centro de atención más doméstico: el inquietante comportamiento de nuestro índice de precios al consumo.

La espera sólo parece acompañada de la esperanza en que los asalariados moderen más sus aspiraciones y los empresarios en sectores abrigados (los precios de los servicios crecen a un ritmo del 4,9% anual) hagan lo propio con sus precios, voluntariamente, sin que medie decisión alguna de política económica. Una espera que se remonta al segundo trimestre de 1999, cuando ya existían suficientes elementos de juicio acerca de la senda divergente en que, con gran independencia de lo que ocurriera en las economías de nuestros socios, quedarían inmersos nuestros precios.

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