El artista José Luis Verdes fallece en Madrid a los 67 años
El pintor recorrió todas las formas de expresión artística a lo largo de una carrera intermitente
Artista, por singular, independiente, no es extraño que la trayectoria de José Luis Verdes haya sido asimismo peculiar. Lo primero que destaca en ella es su intermitencia, con apariciones fulgurantes entre periodos, a veces largos, de voluntario retiro. No me refiero sólo a las limitaciones materiales que, hasta hace bien poco, padecieron los artistas españoles, obligados a compaginar su vocación auténtica con otras ocupaciones más o menos rentables. Esto también afectó a José Luis Verdes, que tuvo que simultanear su labor creadora con la gestión del patrimonio familiar en Quesada, población que alcanzó un timbre artístico muy notable por haber sido la de otro gran pintor, Rafael Zabaleta. La intermitencia artística de Verdes tuvo también que ver con su carácter ciclotímico y con su generoso espíritu aventurero, dejándose embarcar siempre por proyectos, más o menos fantásticos, pero nunca egolátricos. Esto supone estar dotado de ilusión, que es, al fin y al cabo, lo que marca el signo de distinción del verdadero artista.
En este sentido, hasta, como quien dice, el último suspiro, cuando ya era muy consciente de lo poco que le restaba de vida, Verdes seguía haciendo proyectos: proyectos que ordenasen para la posteridad su rico periplo artístico y también que facilitasen las cosas a los demás, familia y seres queridos. En lo que a mi testimonio toca aducir al respecto, sólo puedo decir que me admiró su entereza ante el único trance de verdad de la vida.
José Luis Verdes inició su formación artística a comienzos de los años cincuenta, que abrieron un portillo de esperanza en el negro panorama español de posguerra. Su primer maestro fue Manuel Gutiérrez, pero, en esto de aprender, Verdes nunca tiró la capa, ni cuando él mismo era ya un reputado artista de proyección internacional. Lo resalto porque es muy extraño que un artista ya hecho y con varias exposiciones a sus espaldas decida entrar de nuevo, como él lo hizo, en el taller de otro, aunque ese otro fuera el del mítico grabador Dimitri Papageorgiu. Pero, al margen de lo que este gesto revela de maravilloso talante juvenil, siempre desbordante de curiosidad, este interés de Verdes por el grabado tenía una enjundia personal en el propio proceso creador del artista, que andaba por entonces en una apasionante búsqueda de, cómo decirlo, decolorar la pintura, tanteando sus sombras. Que el saber no ocupa lugar y rinde los mejores frutos se vio rápidamente cuando Verdes hizo la serie de El mito de la caverna, donde se concretó lo mejor de sus investigaciones. Así, pronto logró un reconocimiento internacional muy valioso, obteniendo sucesivamente sendos premios en la Bienal del Mediterráneo, de Alejandría (1972), y en la prestigiosísima Bienal de São Paulo (1977), dos galardones que muy pocos artistas españoles pueden exhibir. En España, sin embargo, como suele ocurrir, la fama le resultó más esquiva y cicatera, aunque fuera muy respetado. De todas formas, no tanto como para no sorprenderse de que un artista de su calado no viera correspondida su generosidad al donar su principal serie, la antes mencionada de El mito de la caverna, al museo de Quesada, y se viera obligado a pleitear con él porque ni se molestaban en exhibirla ni en cuidarla, algo que legítimamente le amargó durante un tiempo.
Desde el punto de vista estilístico, la evolución de José Luis Verdes fue muy interesante. En un primer momento, se alineó contra la entonces triunfante abstracción que dominaba el panorama europeo y español en los cincuenta y formó parte de los pioneros de nuestro país en defender el realismo crítico y la nueva figuración, que cuajó en los años sesenta. Pero no era Verdes un artista que se sintiera cómodo al cobijo de grupos y tendencias de moda y pronto siguió su personal curso. Ya en los setenta, la década en la que alcanzó su madurez artística y también, como ya se ha dicho, su máxima proyección sin abandonar por completo la figuración, fue evolucionando hacia otros problemas más en línea con la abstracción y el sentido textural de lo pictórico. Por todo lo dicho, es difícil predecir el rumbo que estaba ahora emprendiendo este artista tan inquieto y exigente, pero es seguro que lo que haya hecho y todavía no hemos podido contemplar y, desde luego, lo que sólo la muerte le ha impedido seguir haciendo, estaría en perfecta consonancia con lo que ha sido su destino creador: el no dejarse llevar jamás por convencionalismos ni inercias y ofrecer lo mejor de sí mismo, que es la sinceridad.
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