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Columna
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Dulce 'happy end'

En un recodo de la inolvidable Cautivos del mal, Vincente Minnelli, cuando en la posguerra mundial aún era el niño mimado de Hollywood y todo le estaba permitido, se burló con delicada dureza irrefutable del optimismo de la ideología del happy end, proponiéndola como la cobarde teología del negocio del cine hecho por productores tontos, negociantes de bajo vuelo y gentuza no abundante pero devastadora, pues la componen mendrugos que, porque no saben volar, cortan las alas a las águilas de su oficio. A estos intrusos que manejan el destino de un arte que desconocen les mostró Minnelli que el más fiable indicio del vigor de su fábrica, el rasgo que da mayor firmeza al entramado de la inteligencia industrial que sostiene a su arte, es el instinto, el gusto incluso, del riesgo. Pero la ideología del happy end es un hachazo de ese intrusismo y esa ley de la arruga que en el cine entroniza a las voraces mandíbulas de la rentabilidad inmediata y corta la gracia expansiva que escolta a la idea y a la moral del riesgo.

Hay un termómetro íntimo que siempre desnuda con tino las curvas de los enfriamientos creativos de Hollywood. Si en el redil de las ocho o diez películas que cada año llenan el bote de los títulos de su producción noble y elevada -no en el saco de la morralla de sus centenares de peliculuchas de relleno, que son celuloide basura sin más función que ser distribuido con embudo para que cope las pantallas del mundo- se perciben excesos de optimismos y de almíbares en el pasteleo de la vieja e irremediable tienda ideológica del happy end, es seguro que las curvas de la calentura creadora de los estudios californianos están en zona baja o andan por los suelos, no dejan ver huellas de resuello en el viejo y sagrado flujo imaginativo y expulsan la sensación de que es tanta la escasez de ideas en la fábrica de sueños, que éstos son ya fatalmente sueños soñados.

Recuerdo haber sentido esta alarma al ver hace unos años Ejecución inminente, relato de estructura muy severa pero resuelto con un inconcebible, por cobarde y vergonzoso, happy end cogido con afileres nada menos que por las manos de Clint Eastwood, un gigante del cine conocido por su alergia a los paños calientes. Fue un mal presagio, aquel renuncio de Eastwood. Pero lo cierto es que la misma alarma, aunque no tan ruidosa, venía de más atrás, de la demasiado encumbrada L. A. Confidential, cuya solemnidad cojea por la misma cobarde quiebra estructural de un veloz y ladino final azucarado para un largo y amargo trago de negra y espesa angostura. Y lo cierto es que ha prolongado la estafa hasta una náusea de ayer mismo su director, Curtis Hanson, que es de los que van de ácrata, melancólico e insobornable merodeador de callejones oscuros, pero que finalmente no parece ser un tipo ajeno al zafio gusto de rematar con una guinda de felicidad los tragos infelices que nos proporciona la hermosura y el prestigio estético de la verdad, pues reincide clamorosamente en la misma patraña en Jóvenes prodigiosos, una comedia con armazón y recovecos más pesimistas incluso que aquel su célebre thriller castrado, pero resuelta si cabe con una mayor dosis de optimismo bancario.

Hay quien dice que este disparate ocurrió por orden del nieto de un trapero ruso y mago de un buen trozo de la pasta gansa americana llamado Michael Douglas, cosa que parece verosímil después de ver Traffic, magnífica y dolorosísima ficción con fondo documental que ha sido rematada por un humillante baño de moralina de sacristía, merecedora de un dulce bautismo oceánico a lo Náufrago o del, asombroso por su pintoresca mezcla de candor y cinismo, desenlace feliz por inesperada subida de sueldo de Erin Brockovick, que sería el último grito del nuevo realismo celestial californiano de no existir los alardes de happy end angelical de ¿En qué piensan las mujeres? y Cadena de favores, pasteles amasados con agua bendita que superan todo lo imaginable. Y muchos más happy end infelices, pestilentes y no consoladores, porque son falsos y decepcionantes, a los que habrá que añadir otros que se avecinan, disparados por la galopante sequía imaginativa con que Hollywood nos ofende últimamente.

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