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Columna
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Con cine, no hay teatro

Vicente Molina Foix

El arte siempre corre peligro, pero -además- periódica y ritualmente se procede a su asesinato. La matanza está repartida, aunque hay artes más morituri que otras. La novela, cada día más pingüe y con mejor color, lleva muriendo décadas. Al cine se le declaró cadáver como espectáculo de masas hace por lo menos veinte años, y ahí sigue incorrupto, mientras su verdugo, la televisión, huele que apesta. El teatro, sin embargo, es la víctima favorita de los agoreros. Qué ganas de matarlo a toda costa.

Como en los ciclos de la naturaleza, parece que un arte debe morir para que otro viva. Así de estrecho les parece a algunos el mundo imaginario. En la plástica, los mercaderes quieren echar del templo a los pintores/pintores, para hacer sitio a los videístas, fotógrafos, instaladores y algún que otro bricoleur camuflado. En el caso del teatro es su hijo, el cine, el arma más utilizada para matar al padre. La utiliza, en un ataque reciente (el artículo Por qué detesto el teatro, suplemento El Semanal, 21 de enero 2001), un escritor que admiro, Javier Marías.

Según el criterio expuesto en el artículo, el teatro es pobre, hierático e inverosímil en comparación con el cine, rico en puntos de vista, dueño ilimitado del espacio y el tiempo, capaz de reflejar creíblemente las acciones más trepidantes. 'Me molesta que los decorados se noten tanto' -escribe el autor-, 'que las puertas se perciban tan falsas, que cuando se abre un grifo no siempre salga agua'. Pero Marías, tras su condena basada en dichas limitaciones, confiesa que podría sobreponerse a las deficiencias técnicas y entrar en el juego y la convención del teatro. Algo definitivo y odioso se lo impide: las 'innovaciones' y 'modernidades'. Marcoantonios con chaqueta y corbata, actores que dan brincos 'por un escenario completamente vacío, quizá una rampa, o una carpa, o una red de la que se cuelgan', aullidos, canturreos, letanías, danzas histéricas, mimo. Tiene razón el escritor. Hay mucho camelo escondido en la expresión corporal (pura gimnasia vacua) de algunas compañías famosas, mucho ruido para disimular la incapacidad de revelarle al espectador las nueces de un gran texto clásico. ¿Sólo en el teatro?

El teatro, si se frecuenta con asiduidad y no únicamente se lee o se recuerda de épocas pasadas, depara sorpresas. Hoy la tecnología permite el agua corriente en el escenario (ese creíble y practicable río del montaje que hizo Flotats de La gaviota en el Teatro Nacional de Cataluña), y con medios y destreza hay efectos de primeros planos, escamoteo físico y variación de la perspectiva que resultan tan verosímiles como los del cine. Cuando se quiere eso, como lo quiere, por poner otro ejemplo, el director canadiense Robert Lepage.

Pero también está el teatro escueto y desnudo, aun no siendo pobre. Yo he visto el más emocionante Macbeth de mi vida, interpretado a palo seco por Ian MacKellen y Judi Dench, sin decorados ni puertas que hubiera que abrir o cerrar, y jamás he olvidado los gestos dirigidos a mí por aquellas caras; no todos los teatros son coliseos grandiosos, y a veces puedes ver a Vanessa Redgrave, a Pacino, Alfredo Alcón o María Jesús Valdés más de cerca que a los actores subidos en la pantalla.

Hay más mentira moderna y más novedad hueca en el cine, la plástica y la novela actual que en el teatro. Y ése es el asesino peligroso, el truco, que actúa tan mortíferamente en un arte como en otro. Ang Lee y su parafernalia saltarina en Tigre & dragón, cuanto más digital, más banal. Los autores de manualidades escultóricas y chistes sabidos que van a representar a España en la próxima Bienal de Venecia. La novela de espadachines considerada como una de las bellas artes. Al lado de tanto y tan espectacular engaño, el teatro, no sé si por su milagrosa antigüedad, su fragilidad o por la cantidad de insultos que aguanta, me parece hoy un humilde pero fortalecido refugio de veracidad a la medida del confuso hombre futuro.

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