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ANáLISIS | la semana
Columna
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Pinochet y Manzanas

El procesamiento de Pinochet como coautor de 57 ejecuciones y 18 secuestros perpetrados en Antofagasta por la caravana de la muerte (el general Joaquín Lagos ha dado un espeluznante testimonio de esa operación de exterminio realizada en octubre de 1973 por los militares golpistas) premia la labor de dos ejemplares magistrados. El juez chileno Juan Guzmán aceptó a trámite el 29 de enero de 1998 la primera querella -hoy superan las 200- contra el antiguo dictador; sin embargo, el fuero de senador vitalicio y la condición de ex jefe de Estado parecían asegurarle la impunidad. El litigio dio un giro espectacular cuando el juez Baltasar Garzón, aprovechando un viaje a Londres de Pinochet, solicitó en octubre de 1998 su extradición a España.

En marzo de 1999 la Cámara de los Lores dio luz verde a la extradición a España del antiguo dictador, pero el ministro del Interior británico resolvió un año después dejarle en libertad por motivos de salud. La perseverancia de Garzón para obtener la extradición de Pinochet (frente a la encastillada oposición del fiscal de la Audiencia Nacional) tuvo un equivalente no menos elogiable en el juez chileno, que prosiguió las instrucción de las querellas sin aguardar siquiera el regreso a su país del acusado en marzo de 2000.

El procesamiento de Pinochet por la justicia chilena ha sido interpretado desvergonzadamente por algunos medios de comunicación españoles no como la confirmación del acierto legal de Garzón y la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional al reclamar su extradición, sino como la prueba de la supuesta corrección del fiscal Fungairiño -un hombre de confianza del Gobierno de Aznar- al oponerse. Nada más falso. De un lado, el juez español abrió la nueva dinámica político-jurídica que ha hecho posible el encausamiento del antiguo dictador por el juez chileno. De otro, la obcecada resistencia del fiscal jefe de la Audiencia Nacional a reconocer la jurisdicción española sobre el caso no sólo esgrimió motivos procesales erróneos (desmontados luego por los tribunales británicos), sino también argumentos políticos ultraderechistas. Según la Nota sobre la jurisdicción de los tribunales españoles firmada por Fungairiño el 2 de octubre de 1997, el golpe de Estado chileno estuvo justificado por 'la creencia de que el régimen de Salvador Allende acabaría con las estructuras políticas tradicionales chilenas' e implicaba lógicamente 'la eliminación física de todo rasgo de disidencia política'. Respaldado por el fiscal general Jesús Cardenal, Fungairiño negó también que las Fuerzas Armadas Chilenas pretendieran subvertir el orden constitucional cuando derribaron a un Gobierno legítimanente elegido en las urnas y bombardearon el Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973: sólo se proponían su 'sustitución temporal'.

La concesión a un célebre torturador de la policía política franquista -asesinado por ETA en 1968- de la Gran Cruz de la Real Orden de Reconocimiento Civil a las Víctimas del Terrorismo aconseja examinar de nuevo una objeción a la extradición de Pinochet planteada por chilenos que combatieron a su dictadura. ¿Pueden los tribunales de un país como España, que basó su salida del franquismo sobre la reconciliación entre los vencedores y los vencidos y el olvido por las víctimas de los crímenes de sus verdugos, juzgar a otros países que cancelaron sus cuentas con el pasado autoritario de manera diferente?

La condecoración concedida a Melitón Manzanas obliga igualmente a reflexionar sobre algunos polémicos aspectos de la transición española a la democracia: aunque el saldo haya sido indudablemente positivo, sería absurdo negar la existencia de costes, inferiores a los beneficios logrados, pero en sí mismos elevados. De no haber sido asesinado, los gobiernos de la democracias probablemente habrían recurrido a los servicios de Manzanas, al igual que hicieron con otros miembros de la policía política franquista, tales como Conesa, Billy el Niño, los hermanos Creix, Ballesteros, Martínez Torres y Amedo.

El Ejecutivo ha tratado de quitarse de encima esa Gran Cruz invocando la aprobación unánime (PNV y EA incluidos) de la Ley de Solidaridad con las Víctimas de 8 de octubre de 1999. Pero tampoco en este caso la tendencia del Gobierno de Aznar a no asumir sus responsabilidades específicas tiene defensa: el Reglamento aprobado el 23 de diciembre de 1999 designa Canciller de la Real Oden al ministro de la Presidencia, encargado de instruir los expedientes de las condecoraciones y de elevar las correspondientes propuestas al Consejo de Ministros, al que corresponde aprobar -sin automatismos- su concesión.

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