Flamenco, ópera y anginas
Lírica y flamenco; ópera de Guipúzcoa (Tolosa, por más señas) y baile de San Fernando (Cádiz). Ésa era la fórmula del partido amistoso que jugaron Ainhoa Arteta y Sara Baras el martes en el teatro de la Zarzuela.Valía la pena. Dos mujeres jóvenes, bellas y enérgicas abrían juntas el I Festival del Milenio madrileño, para fundir con un piano dos disciplinas no tan lejanas como pueda parecer. Falla, Turina, Granados, Delibes... Casi todos los músicos del programa conjunto (en la segunda parte) bebieron del flamenco. Bueno, unos beberían más que otros, pero el caso es que se dieron a la jondura.
La idea era arriesgada, pero bonita: una vasca y una andaluza, polos opuestos, dialogando en sus respectivos idiomas para crear belleza unidas. Paz y alegría entre los pueblos. Y las músicas.
Todo el mundo parecía estar de acuerdo en el descanso: un inglés cordial, una jerezana elegante y todavía muy bella y una bonita actriz pelirroja llamada Marian Aguilera (como el extremo del Atleti) dijeron haber sentido emociones cruzadas.
Todas, favorables a la Baras.
Baras estuvo a su altura: fue la artista inspirada de casi siempre, inmensa y capaz, plena de dominio escénico y creando bellezas improvisadas en movimientos acelerados y lentos.
Jugó como quiso con un repertorio difícil, y tuvo tiempo de intentar animar a una Arteta que parecía más cerca de Islandia que del escenario, más en la opción vital Dama de las Camelias que en la de cantante graciosa y echada p'alante que ella suele ser.
Baras la mimó, la besó, la abrazó, le achuchó, le dio sitio...
Pero nada.
Arteta no estuvo a su altura. Salió vestida a lo Cenicienta madurita y cantó lo suyo (Vivaldi, Puccini, Respighi y Fauré) como si tuviera que volver a casa a las 10, sin zapatos ni príncipe, ni nada: depre y cachamona, su voz llegaba al tendido plana y bajita.
No quiere decir esto que Arteta se rajara. Pero ella misma aceptó, ya puesta de calle, que su capacidad para vibrar y hacer vibrar con sus trinos de altos vuelos estuvo por debajo de sus expectativas. "Sara tiene una mirada llena de fuerza que te arrastra... Pero yo sé lo que puedo dar en el escenario".
En el primer tiempo, Baras se limitó a marcar su terreno con un gol de estrategia bailando por soleá. Un baile de enorme sutileza y dificultad que, en su caso, suele devenir primero en refinado y luego en tremebundo martilleo de zapato, mientras pasea de acá para allá.
Esta vez, no. Aunque se alargó un poco para el gusto de algunos, se quedó quieta. "Palabras mayores", dijo Lucho Ferrucho, manager. "Ahí la ha mondao", añadió Juan Verdú, flamencófilo: "4-1".
Aunque, en estos casos, la intención vale más que el resultado. ¿Se atrevería Plácido Domingo a cantar para Antonio Gades? ¿Se le ocurriría al consejero de Cultura del Gobierno vasco llevar al Kursaal a la Arteta con una bailaora al lado? Lo dijo al final el pianista, donostiarra, Alejandro Zavala: "Es triste decirlo: esto en Donosti no lo contratan ni locos. Pero para mí ha sido una experiencia preciosa. Y si hubiera más cosas así allí, las cosas serían distintas".
Pero la velada del milenio no fue del todo una velada romance milenio feliz. Una infección en la garganta de la chicarrona del norte (qué cosas tienen los tópicos; y qué poca cosa son los milenios) tuvo la culpa de todo. Arteta padecía "una afección viral", según anunció un altavoz solemne en el descanso, aunque en respeto al público iba a seguir cantando. Tras la ovación (muy fina), Arteta salió de nuevo.
La chiquitina del sur, en cambio (hay que ver lo que son los tópicos), también venía con sus anginas puestas, más un plus de intoxicación por comer ostras chungas en Valencia (vaya idea), pero no dijo nada: se tomó un Clamoxyl, medio pelotazo de güisqui y armó el taco.
Quizá era sólo la diferencia que separa a la ópera, siempre tan técnica y cuidadosa, del flamenco, siempre tan natural y encantador, aun en los fallos.
Quizá fuera la línea que media entre el divismo preciosista cuando se pone lánguido y las meras ganas de comerse el escenario a mordiscos caiga quien caiga.
En el segundo tiempo, Baras arropó a Arteta con su cuerpazo de baile (ocho espléndidas Filles de Cadix). Y en el camerino, dijo: "He bailao pá dentro, pa mí, y muy medida en la cosa del zapato, porque ya sé que en Madrid os ponéis muy pesaos con que meto mucho zapato".
El caso es que se ganó al público con su innata capacidad para comunicar desplantes y verdad, ya sea el público chino o de Medina del Campo, lo que tampoco era el caso, que se sepa a ciencia cierta. Se sabe que llenaron las gradas de terciopelo y madera, en número equitativo, un cuarto de funcionarios invitados por la Comunidad de Madrid, cuarto y mitad de invitados por un hotel de lujo que anunciaba en el hall su cotillón fin de milenio (102.000 pesetas por persona, media cama incluida), un porcentaje indeterminado de las habituales parejas finas, y los jóvenes de corazón subidos en el paraíso. Y que había peruanos: la familia Vargas Llosa asistió al concierto.
En la despedida, aún tristona entre flores, plumas, madre y fans, Arteta dejó claro que es una artista exigente, noble, ambiciosa. "Lo repetiremos", le dijo a Baras con testigos. "Tú te mereces mucho más, mereces todo lo que tengo. Y quiero sacarme la espinita".
El otro bellezón andaba feliz. "Qué grande es el flamenco", decía Baras camino de Casa Patas. "Si ahí arriba hicieran más fiestas por bulerías se matarían menos".Sara Baras y Ainhoa Arteta.
Babelia
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