_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La incivil guerra colombiana

Desde hace cerca de 40 años reina en Colombia una guerra muy real que libra un revoltijo de movimientos guerrilleros, de los que el que de verdad cuenta son las FARC, dirigidas por una talla rupestre llamada Manuel Marulanda, de capital itinerante en la jungla, contra el precario Estado, capital Bogotá. Y en un reciente seminario en Cartagena de Indias, organizado por la Fundación García Márquez, periodistas y políticos colombianos, más algunos extranjeros acolombianados, discutieron si el conflicto era o no una guerra civil, dándole con pasión a las palabras un contenido taumatúrgico, como si a través de ellas la contienda fuera una u otra y, por tanto, más o menos grave. Realismo mágico, en la mejor línea Macondo.Las FARC cuentan quizá hasta con 25.000 combatientes, a los que habría que sumar varios miles procedentes de tribus menores, capaces de actuar en todo el país, salvo en las grandes ciudades, aunque, no, evidentemente, sosteniendo una guerra de trincheras. El Ejército, por su parte, cuenta con 100.000 hombres, pero apenas 35.000 pueden considerarse combatientes o pie de fuerza; a ellos debe añadirse una cifra algo mayor de policías muy militarizados, que también buscan guerrilleros sin mucha suerte por la sierra, y entre 5.000 y 10.000 paramilitares, mercenarios reclutados localmente que, consentidos o impuestos al poder, apoyan a la fuerza regular, mayormente asesinando a campesinos sospechosos de concupiscencias insurgentes.

La guerrilla tiene territorios de dominación exclusiva, en el caso del Caguán, incluso reconocido por el Gobierno de Andrés Pastrana en pago a la cortesía de las FARC de sentarse a negociar. Los insurrectos alojan en esos parajes a centenares de prisioneros en campos de concentración apenas más rudimentarios que el Colditz alemán de la II Guerra, reciben correo de sus familias y paquetes de la Cruz Roja, con la anuencia o la impotencia del Estado. Sus líderes dan conferencias de prensa, no siempre en la jungla, puesto que hay acuerdos con el Gobierno para que en ocasiones aparezcan en público, e incluso en 1999 una delegación conjunta Gobierno-guerrilla recorrió Europa en viaje de estudios para que varios jefes sublevados conocieran, sobre todo, el Estado socialdemócrata sueco.

Peculiar, sin duda, pero diríase que estamos ante una guerra de lo más civil, incluso también, como decía con doloroso sarcasmo uno de los asistentes al seminario, porque a quien se le hace principalmente es a los civiles.

La argumentación contraria, afin al Gobierno, es la de que no hay tal guerra civil, porque el 95% de la ciudadanía no sólo no participa en la contienda, sino que la aborrece con todo su alma; y que no hay, en consecuencia, una Colombia dividida en dos bandos como en la guerra española. Habría que añadir, sin embargo, que si bien es cierto que las FARC apenas recogen el apoyo popular de las zonas que dominan, entre otras cosas porque la población vive del empleo que crea la insurgencia, ese 95% muestra parecido desapego por las autoridades que, mirando remolonamente a las urnas, ha elegido democráticamente..

Y en ese pavoroso contexto, dos realidades crecen para complicarlo aún más todo. De un lado, la impotencia del poder para conseguir que la guerrilla formule una sola concesión a los dos años de iniciadas las conversaciones, hace que el desencanto mueva a más voces cada día a apoyar la línea del ex gobernador de Antioquia, Alvaro Uribe Vélez, que preconiza la formación de milicias populares, preludio, quizá, de una movilización masiva del país profundo para hacer la guerra, con todo lo que ello implica de peligrosa marginación del Estado en el combate; y de otro, la eventual puesta en servicio del Plan Colombia, acuerdo por valor de 7.300 millones de dólares, de los que casi mil afectan directamente a pertrechos militares, con el riesgo que entraña, no ya de ganar la guerra, sino de extenderla a los países limítrofes, si la guerrilla atraviesa las porosas fronteras de la región para mejor hurtar el cuerpo a esa ofensiva. En ambos casos, por separado, o conjuntamente, la guerra colombiana tendería entonces a civilizarse, es decir, a ser aún más una atroz guerra incivil.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_