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Un artista del hambre

Vicente Molina Foix

Siento pudor y miedo de caer en el ridículo poniéndome a escribir una página más, a estas alturas, sobre un artista que tiene el acompañamiento de los mejores. Me parecería falso, sin embargo, que, cultivando un género del tiempo latente y los impulsos inmediatos como es la escritura periódica, me contuviese la timidez o la cautela. Ya que esta columna es la crónica de una equivocación. Yo fui su víctima y su culpable, pero tuve la suerte de ser también el reparador.Todo el mundo conoce las obras fotográficas de Sebastião Salgado, y yo formo parte del mundo. Este mismo diario en el que escribo y usted y yo leemos nos muestra con regularidad sus trabajos en las páginas del suplemento dominical, que he pasado a veces, lo confieso, con la rapidez insensible de quien ya sabe el sufrimiento y sus posibles caras humanas. Algún libro patrocinado por oenegés, alguna exposición, portadas, reportajes, folletos; los mineros y los fugitivos de Salgado, sus prisioneros, sus mutilados, la galería completa del underdog, esa palabra cruel inglesa ("por debajo del perro", "perro inferior") que designa al desvalido. Nos consta lo que el brasileño quiere mostrar, y abiertamente no nos negamos a verlo, a detenernos con él, al menos mientras su luz impresiona frágilmente la angustia o el abandono. Pero ¿no tendrá Salgado la limitada grandeza de un ATS de la fotografía, recorriendo el hospital del mundo contemporáneo con una piedad asistencial? Si se hace, lector, esa pregunta, ya somos dos. Éramos dos. Yo fui hace unos días al Círculo de Bellas Artes de Madrid y salí cambiado de Éxodos. Hasta el 6 de diciembre (y en Barcelona dentro de unos meses) tienen la oportunidad de confirmar -si fueron ustedes menos necios que yo- o descubrir -como yo y algún otro rezagado- el modo singular y lacerante, liberador, con el que Sebastião Salgado hace quizá el más grande arte del fin de siglo a partir de los materiales usados del testimonio social.

Un amigo joven a quien no le costó nada reconocer esa grandeza insiste en que Salgado es el Delacroix del siglo XX, y aunque no sé si coincido le entiendo. Revolucionario, viajero, romántico en la barricada y la pincelada, Delacroix no renunció por ello a la sensualidad en las formas del cuerpo, ni a ponerle especias al sabor local. También Salgado a veces es fantasioso, o cultiva para sorpresa nuestra el ocio: la foto del peñón de Gibraltar como una nebulosa ajena al tráfico de pateras, el cielo de Estambul y sus gaviotas, que no parecen sojuzgadas. Delacroix y todo su arte me parece poco para explicar esa otra mitad profunda y moderna de Salgado que coexiste o se identifica con su propósito testimonial. No se trata sólo de la belleza, una vieja aliada del fotógrafo acostumbrado a disparar su cámara bajo las balas. En medio de una hambruna o una matanza africana (y con la misma artisticidad en el ojo que al plasmar sin urgencias al durmiente y a la mujer altiva del mar de Bombay), Salgado es el narrador de la sombra privada, de la novela particular e irrepetible que todos, incluidas las víctimas y los underdogs, somos capaces de desarrollar junto a la desgracia. Y hay muy pocos artistas, creo, que sepan como él poner a unos huérfanos de São Paulo en una terraza, como una estampa idílica del jardín de la infancia, y a la vez, perfilando los rascacielos financieros, nos haga caer en que también la injusticia social se presta a la ficción.

Cuando el visitante cree haber visto los cuatro continentes de Salgado, la exposición del Círculo nos reserva un séptimo cielo. Los niños del éxodo. Aquí sí es decimonónico el fotógrafo, pero no con el desgarro de Delacroix, sino al modo majestuoso de Ingres, sir Thomas Lawrence o Vicente López. ¿Idealista y trampeador con sus modelos? Ya hemos dicho que este testigo indesmayable se da a veces a la fantasía. Son niños palestinos o kurdos, golfillos de la India, abandonados de Croacia, y a algunos les falta un brazo entre los harapos. A todos los retrata Salgado como si fuesen princesas o dignatarios, bellos en su miseria, muchos con la sonrisa del regalo que les ha hecho, mirándoles, el fotógrafo. Forman la corte de un milagro, el que sólo de tarde en tarde el gran arte consigue a partir de la compasión.

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