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Reportaje:Seguridad alimentaria

'Parrula' siembra la maldición

Eran las cinco de la tarde en Enxerto, en el municipio de Carballedo (Lugo). La tarde era fría. A la hora en punto, minuto arriba, minuto abajo, una camioneta Ebro arrancaba cargada con ocho vacas en dirección al matadero, escoltada por dos Nissan de la Policía Autonómica, uno por delante y otro por detrás. A continuación, un desfile de coches. La aldea quedaba en silencio, el propio de un funeral. Sabían los lugareños -pocos, la población no alcanza la docena de habitantes- que en el camión iban Bonita y Sevillana, con sus compañeras, porque por aquí es costumbre que cada vaca tenga su nombre. Quedaban en silencio en Enxerto sin saber a ciencia cierta qué es lo que ha pasado y cuáles van a ser las consecuencias. Otras vacas de otros rebaños pastaban alrededor del lugar de los hechos. Una mujer llamaba a una de ellas por su nombre. Aquí hablan a las vacas. Todo este lío incomprensible por culpa de Parrula, sí, para ellos era Parrula, aunque en los expedientes oficiales no tenga nombre sino un código, ES-LU-21492C. Parrula murió el 25 de octubre, lo saben muy bien los vecinos, como saben de su vida y milagros. Parrula, sí, la primera vaca loca española.Parrula había sufrido un parto muy difícil, cuentan en Enxerto. "Fuimos varios hombres a ayudar y nos costó mucho trabajo sacar el ternero". Y hubo que partirlo porque no terminaba de salir. La vaca quedó mal parada. "Desde entonces, no ha estado bien", dicen los vecinos, que no aciertan a comprender qué es lo que ha pasado. Poco a poco se ha ido reconstruyendo la biografía de Parrula. Cuando murió, estaba preñada de ocho meses. "Sabemos que había tenido tres partos, que el primero fue muy accidentado, pero que los otros dos fueron normales", cuenta Emilio López, parlamentario del BNG.

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La vaca fue enterrada nada más fallecer, una irregularidad flagrante tratándose de un animal de más de 12 meses. Debió ser enviada al matadero a incinerar mientras se examinaba una muestra. "Sabemos que al menos dos veterinarios que la trataron no vieron síntomas compatibles con esa enfermedad, por lo que en estos momentos ponemos en duda los resultados. Creemos que hay puntos oscuros en este caso y pedimos más prudencia", adelantó López.

Nadie era capaz de sacarle una palabra a José Vázquez, el propietario de esa pequeña explotación. Ni siquiera sus vecinos. A las cinco de la tarde, Enxerto quedaba consigo mismo, rumiando lo que había pasado. Vázquez tenía cara de pocos amigos, pero atendía las indicaciones de dos inspectores. Le acompañaba su mujer, que lloraba como si estuviera en un velatorio. Una vecina la acompañaba en silencio. Los inspectores, con sendos monos de color verde, trataban de completar el papeleo de rigor. "Se van a llevar muestras de los piensos", comentaba un vecino. Visible en el cobertizo había una decena de sacos de pienso, al lado de una montaña de mazorcas de maíz. Nadie era capaz de adivinar qué es lo que podía estar pasando por la cabeza de Vázquez. El mundo se le estaba cayendo encima sin lugar a dudas: se quedaba sin ganado, una de sus fuentes de ingresos, además las pensiones de su madre y su suegra, que viven en la casa. Pero, además, a José Vázquez le espera la justicia, acusado de una violación cometida hace dos años cuando abandonaba un velatorio con una joven.

"Las vacas no se van de aquí". En Coristanco (A Coruña), a más de 200 kilómetros de Enxerto, se vivía otra tragedia para la gente del lugar. El esposo de María Castro, titular de una explotación ganadera, donde murió otra res de la que se sospecha que tenía el mal de las vacas locas, despidió en un minuto a los veterinarios de la Xunta y se encerró en casa. No quería soltar sus 14 cabezas de ganado, todas de raza rubia gallega, cuyo sacrificio fue ordenado como medida preventiva. La Xunta tuvo que reclamar una orden judicial para llevarse a los animales a última hora de la tarde tras el fallido intento de la mañana. "Nosotros compramos la vaca hace un año y no sabíamos nada", explicaba María Castro. La res, de ascendencia austríaca, empezó a quedarse sin fuerzas en las patas y cuando su dueño pretendía venderla al matadero, los veterinarios ordenaron su incineración, el 31 de agosto. Sus vecinos ni siquiera sospechaban hasta ayer que en la explotación de María se produjo un posible caso de vacas locas. "Sus animales eran de los mejor cuidados de la zona", dice otro ganadero de la misma aldea, "siempre les daba pienso de maíz hecho en casa".

Hace un año, María y su esposo compraron esa res, junto a otra de la misma raza, a José Toja, un productor de la vecina localidad de Cabana. En el ganado de Toja no apareció nada sospechoso, pero sus 23 reses - entre ellas varios terneros- también se fueron ayer camino del matadero. Para la aldea de Ameixenda, donde está la explotación, fue como un funeral. Los vecinos, algunos con lágrimas, se arremolinaron alrededor de la casa para ver cómo las vacas eran cargadas en un trailer de dos remolques. "Esta explotación se murió", mascullaba un anciano apoyado en un bastón. "¡Qué desgracia, Dios mío!", sollozaba una señora enlutada, "¡La pobre Ermeninda, tantos años arrastrándose para esto!". Ermeninda Negreira, la esposa de Toja, no quiso ver el traslado de las vacas. Se quedó en la cocina llorando, abrazada por sus vecinas, como si le llevasen a alguno de sus dos hijos.

José Toja trabajó 17 años de albañil en Suiza mientras su familia mantenía una pequeña explotación ganadera en la aldea. Poco a poco, con el dinero de la emigración, fue comprando más tierras y más ganado, y hace seis años regresó a España definitivamente. Una de sus primeras adquisiciones fue una vaca austríaca que le vendieron en Xinzo de Limia (Ourense). La crió muy bien y le dio descendencia. De uno de sus terneros nacieron después las dos reses que vendió hace un año a María Castro, una de las cuales contrajo lo que, aparentemente y sin confirmación del análisis, es un caso de encefalopatía espongiforme.

"No le encuentro explicación, dice Toja, que lleva una semana sin dormir, desde que le comunicaron el descubrimiento y le pidieron que no dijera nada. "Las vacas nunca tuvieron la menor anomalía. Les he dado muchas marcas de piensos, las que compramos a través de la cooperativa. Pero que sé yo lo que nos venden ...". En medio de la negra escena, el ganadero, sereno, aún conservaba un rasgo de humor: "¿Qué voy a hacer ahora? Vender pipas o caramelos, supongo".

Mientras, el anciano del bastón tiembla pensando que él tiene cinco vacas para llevar al matadero en los próximos días y se abandona al derrotismo: "Esta vida se acaba. Los jóvenes ya no quieren saber nada del campo: esto da mucho trabajo y lo que se gana no compensa. El que quiera comer carne, que la críe él". Como él, cientos de ganaderos gallegos se acostaron anoche sin saber qué les deparará esta maldición.

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