El Mediterráneo en busca de futuro Sami Naïr
15 de noviembre de 2000: se inaugura en Marsella la IV Conferencia Ministerial Euromediterránea. Estuvo a punto de no tener lugar. Pero Francia, al frente de la Unión Europea desde julio pasado, ha convertido el Mediterráneo en uno de los grandes temas de su presidencia. El drama de Oriente Próximo ha trastocado este proyecto. El Mediterráneo está enfermo; a la cabecera de su cama acuden, inquietos, los ministros de Asuntos Exteriores. No han llegado todos. Faltan Siria y Líbano, que protestan contra la política de "doble rasero" llevada a cabo en la región.Marsella no debía estar dominada por el drama israelo-palestino. Al contrario, la Conferencia debía dar nuevo aliento a la colaboración euromediterránea iniciada en Barcelona en 1995. La Comisión Europea, respondiendo a la críticas acumuladas a lo largo del primer periodo de puesta en marcha de esta colaboración (1995-1999), preparó, para la ocasión, un documento con propuestas dirigido a dar "un nuevo impulso al proceso de Barcelona". Insta a los países que aún no han firmado los acuerdos de asociación a hacerlo rápidamente (Egipto, Líbano, Siria y Argelia); propone examinar el modo en que los productos puedan ser, de aquí al 2010, liberalizados de forma progresiva; se compromete a reformar el funcionamiento de la línea de financiación del Programa de Asistencia al Desarrollo del Mediterráneo (MEDA), a vincular más estrechamente el progreso en el ámbito de los derechos humanos y el de la financiación europea de los proyectos de desarrollo. Por último, sugiere elaborar un programa de comunicación destinado a sensibilizar a las empresas de la cuenca mediterránea a favor del partenariado y, en especial, a crear una marca "colaboración euromediterránea". Estas propuestas fueron adoptadas y relegadas a un segundo plano: la primera sesión de la Conferencia, el miércoles 15, se dedicó por entero al enfrentamiento israelo-palestino.
¿Debía mantenerse la conferencia en este contexto de tensión extrema? La presidencia francesa de la UE decidió hacerlo. Hubert Védrine tuvo razón al subrayar, al inaugurar la Conferencia, que éste era el mejor medio de mostrar que la colaboración euromediterránea existe más allá de las vicisitudes del momento. No sólo porque constituye el único marco en el que los Estados de la cuenca mediterránea pueden dialogar juntos sobre un conflicto que afecta a todos, sino también porque representa hoy una verdadera prueba de la solidez del proceso de Barcelona.
Así pues, por difícil que sea, el contexto actual tiene el mérito de plantear los problemas de fondo. ¿Cuáles son los objetivos del proceso de Barcelona? ¿Cómo alcanzarlos?
En su contenido, la colaboración global decidida en Barcelona tenía tres objetivos: crear una zona de paz y estabilidad basada en el respeto de los derechos humanos y la democracia; formar una región de prosperidad compartida mediante el establecimiento de una zona de libre cambio; y, por último, contribuir a una mejor comprensión mutua entre los pueblos de la región así como estimular la aparición de sociedades civiles activas. Ahora bien, hasta hoy, sólo el segundo punto de este ambicioso proyecto (la zona de libre cambio) tiene un comienzo de puesta en marcha mediante la firma de acuerdos de asociación que abren los mercados del Sur a los productos industriales europeos. Pero se trata de una liberalización bajo las condiciones de Europa ya que, por el momento, los productos agrícolas -los únicos en los que el Sur es competitivo- están excluidos. Veamos los flujos financieros entre las dos orillas: el esfuerzo presupuestario de Europa en dirección a la orilla sur del Mediterráneo se eleva a 1.000 millones de euros al año, mientras que el déficit comercial de los países del Sur produce un flujo anual hacia Europa de 34.000 millones de euros. Estos desequilibrios hacen incluso dudar de la legitimidad de una zona de libre cambio en un contexto de tan flagrante de desigualdad en el desarrollo. Aparte de esto, múltiples disfunciones técnicas han descalificado esta primera fase de colaboración: extrema lentitud de las negociaciones y de los procesos de ratificación de los acuerdos (a menudo, transcurren hasta cuatro años entre la firma y la entrada en vigor de un acuerdo), debilidad de los fondos realmente invertidos en la colaboración (apenas una cuarta parte de los previstos para el periodo 1995-2000), abandono de apartados enteros del proyecto inicial (programa MED, cooperación descentralizada) por falta de medios humanos para llevarlos a cabo, ausencia de avances tangibles en materia de diálogo político y cultural...
Frente a esta constatación, las propuestas de la Comisión parecen muy tímidas y superficiales. Europa debe aclarar su postura: ¿se trata únicamente de abrir los mercados del Sur a sus productos, con el riesgo de sufrir los efectos sociales que, inevitablemente, se derivarán de un planteamiento exclusivamente mercantil (migraciones anárquicas, agravamiento del subdesarrollo, inestabilidad política...), o bien quiere, conforme al espíritu de Barcelona, crear una verdadera zona de "prosperidad compartida"? Dentro de esta segunda hipótesis, debe reorientar la colaboración mucho más allá de las propuestas técnicas de la Comisión. Y traducir esta reorientación en cifras. La partida presupuestaria para el periodo 2000-2006, adoptada en Marsella, se eleva a 5.350 millones de euros, en muy ligero aumento en relación con la anterior (4.400 millones para 1995-2000): es muy insuficiente vistas las necesidades. Y cuando se sabe que Europa prevé, únicamente para los Balcanes, una partida presupuestaria de más de 4.000 millones, ¿cómo puede creerse en la seriedad de su compromiso en el Mediterráneo? Además, sea cual sea el montante, la ayuda financiera no acabará con las distorsiones estructurales de las relaciones económicas actuales. No se logrará la liberalización si no se toman en cuenta los intereses económicos del Sur (productos agrícolas), si no se presta una atención especial a, por un lado, la equiparación de las economías y, por otro lado, el desarrollo social (formación, sistema de subsidio de desempleo, de asistencia social, mejora de la sanidad pública...). También hay que plantearse de forma diferente la circulación de las personas entre las dos orillas poniendo en marcha una política de gestión de las migraciones basada en el codesarrollo: mayor movilidad de los trabajadores, de los asalariados en cursillos de formación, de los estudiantes (aunque se tengan que revisar las modalidades de acceso al permiso de residencia y al reagrupamiento familiar), apoyo a los inmigrantes que deseen invertir en sus países de origen o crear en ellos una actividad, orientar el ahorro de los inmigrantes hacia inversiones productivas en sus países de origen...
En este sentido, en Marsella los ministros han realizado cierto número de declaraciones de intenciones. Entre ellas, hay que subrayar la voluntad de desarrollar una gestión de las migraciones basada en el codesarrollo. Pero el carácter general de esta afirmación evoca más las intenciones generosas de la declaración fundacional de Barcelona que una preocupación real por reorientar la colaboración.
En el ámbito político, Europa también debe mirar la realidad cara a cara. Pretende establecer una colaboración global y, por ello, exige de sus socios avances en materia de democracia, de estabilidad política y derechos humanos. ¿Tiene Europa los medios para cumplir sus ambiciones? ¿Desempeña un papel político en el Mediterráneo? ¿Está en medida de influir para que haya más justicia en Oriente Próximo? Hay que responder de forma negativa. Sólo Estados Unidos hace que su voz sea escuchada, a pesar de las repetidas peticiones de los países árabes y de los palestinos para que Europa intervenga más. Se trata, aquí también, de una limitación -a todas luces, la más dramática- de la colaboración de Barcelona. Europa debe intentar superar su debilidad política; plantearse -mediante una reforma ambiciosa- el dotar a esta colaboración de un marco institucional permanente que refuerce el diálogo y la cooperación política entre las dos orillas. Lo afirma la propia Comisión: no dispone de los medios suficientes para llevar a buen puerto una colaboración global que ahora entra en su fase operativa. En su informe, se plantea la necesidad de crear una nueva institución para poner en marcha la Carta por la paz y la estabilidad cuya aceptación, por otro lado, ha quedado aplazada. Sin embargo, tal vez se trate del paso "conceptual" más interesante. No se trata de plantearse de forma inmediata una reconfiguración institucional de la colaboración, sino de tomar conciencia de las futuras necesidades y reflexionar, en adelante, sobre las posibles respuestas.
A medio plazo, habría que ir hacia una Asociación de los Estados euromediterráneos que reúna a aquellos socios del Sur y del Norte que lo deseen. Esto tendría unos efectos de arrastre considerables. Esta asociación podría establecer las grandes orientaciones en materia de Programas Indicativos Nacionales y Regionales, gestionar los fondos destinados a la colaboración y repartir de forma más racional la ayuda comunitaria y la ayuda bilateral. Sobre todo, sería el marco constitucional permanente para el diálogo euromediterráneo y el soporte para la consolidación de una política coherente de codesarrollo económico y de corresponsabilidad en materia de seguridad. La reunión de Marsella esta lejos, muy lejos, de haber siquiera esbozado estos objetivos. Lástima.
Sami Naïr es eurodiputado.
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