El paso de los muertos
Un cuarto de siglo antes de que convocase ante una cámara a los muertos irlandeses que James Joyce recordó en el último relato de Dublineses, para que sus pasos perdidos le acompañasen en la última mudanza, casi desnudo, al otro barrio, que las arrugas de sus años y sus quebrantados y secos pulmones ya le urgían, el viejo -siempre, como su paisano Orson Welles, tuvo algo de hombre eternamente viejo- John Huston tuvo que verse las caras con las soledades de otros muertos de otros cementerios del espíritu, una zona inmortal de la leyenda fúnebre del cine.En la madrugada del 18 de julio de 1960, un soñoliento equipo de fotógrafos de la agencia Magnum despertaba con los ojos infinitamente abiertos en el ámbito, con algo de ensueño y de irrealidad, del rodaje en el desierto de Nevada de una película sobre el exterminio de una tribu de caballos salvajes, últimos animales libres de aquellas tierras, un genocidio metafórico. Varios cruces de alientos de ingenio y de inmortalidad, varios azares de viento de espíritus libres, asaltaron sin darse cuenta aquel rutinario trabajo de una filmación de exteriores para una película genérica que se presumía sabida y resultó no serlo.
Los fotógrafos eran nueve, y casi todos de muy distintas procedencias. Eve Arnold, Cornell Capa, Henri Cartier-Bresson, Bruce Davidson, Elliot Erwitt, Ernst Haas, Erich Hartmann, Dennis Stock y, finalmente, la joven estadounidense de origen noruego Inge Morath, que encontró en aquella tarea mecánica y casi rutinaria una esquina que torció el hilo de su itinerario en la vida, pues allí conoció a su futuro marido, Arthur Miller, un escritor judío, dramaturgo comunista con la celebridad multiplicada por estar entonces casado con la estrella protagonista de aquella extraña película sobre el exterminio de los caballos en el desierto de Nevada, la infeliz y casi moribunda Norma Jeane Mortensen, oscura y mísera identidad que se escondía detrás de la máscara de absoluta belleza e inteligencia de Marilyn Monroe.
Un centenar de imágenes tomadas esos días ha sido reunido en una sala del teatro Calderón de Valladolid durante los días del festival de cine de esta ciudad, y la hermosa y loca exposición permanece abierta aún. Su tiempo, o su falta de tiempo, o su salto sobre el tiempo, atraviesa pantallas y celebraciones, días, semanas, años y todas las cronologías posibles. Son instantes de eternidad apretados en una delicadísima duración infinitesimal, la del clic de una vieja Leica huidiza y tal vez asustada por lo que, sin que el ojo de su fotógrafo se percatase, estaba viendo, o entreviendo, pues sólo la lija de las décadas ha dejado ver lo que allí dentro había.
Y ciertamente había bellos golpes de vida encerrada en los cuatro anuncios de muerte que brotaban de los gestos cansinos y de las miradas huidizas de Marilyn Monroe y sus compañeros de milagro: Clark Gable, Montgomery Clift y Thelma Ritter, que, guiados por el escritor Arthur Miller, pisaban con la cautela de las puntas de sus zapatos el umbral de la misma muerte que con John Huston, director de la película, se miró a sí mismo en el final de su vida y su trabajo en Los muertos. Pues la secuencia fotográfica del rodaje de The Misfits, que aquí titularon Vidas rebeldes, capturó en carne viva un inmenso dolor de incalculable belleza que flotaba en el aire del rodaje de aquella película. Son imágenes de fortísima evidencia, pese a su liviandad y su transparencia -hay veces que la carne de las figuras parece atravesada por la luz de la cámara y da la impresión de estar hecha de humo, o de alma, o quizá de no existir- como el brutal presagio de la muerte inminente de Clark Gable, que deja ver su perfil en contraluz contra la blancura del desierto; o el gesto de oración que Marilyn Monroe adopta para memorizar las -recién escritas por su marido- palabras de la frágil Roslyn contra la violencia que la envuelve en un velo de ternura; o la mirada extraviada de Montgomery Clift alrededor del vacío interior que le hace deambular por el mundo en la busca inútil de sí mismo. Los tres, junto con Thelma Ritter, murieron tras hacer este prodigioso y devastador filme, extraño y fascinante encuentro de agonías.
Babelia
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