_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El espíritu de libertad, mi Francia

Cuando apenas tenía 15 años, tuve un sueño que me espantó y me sacó de la oscuridad de la adolescencia. Estaba acostado con una mujer de mármol, bella y fría, una estatua caída en la hierba de un jardín abandonado, y en sueños me perdía en una libertad exuberante, cuando, en realidad, vivía bajo la bandera roja de la nueva China. Acababa de leer La Venus d'Ille, un libro de relatos de Mérimée publicado antes del régimen comunista. A partir de ese momento, esa libertad decadente, a menudo muy francesa, me empujó a soñar; luego, me llevó a huir de la realidad, y por último, al exilio político en Francia. Y aquí me instalé de forma definitiva.No sé si existe un destino, pero es posible que esta gran suerte me haya sobrevenido por la inclinación inconsciente hacia la libertad que tiene todo ser humano. Yo vivía feliz en una familia liberal, hecho bastante raro en la China de aquella época. Con el antiguo régimen, mi padre trabajaba en el banco nacional, y mi madre, que se había educado con misioneros norteamericanos, era actriz en una compañía de teatro antes de casarse. Mis padres me dejaron hacer lo que quería desde mi infancia. Leía mucha literatura occidental y me gustaba dibujar. En el instituto era bueno tanto en matemáticas como en física, pero no sabía hacia qué carrera orientarme en el momento del examen de entrada en la universidad. Por casualidad, di con un extracto de las memorias de Ilia Ehrenburg.

En ellas evocaba su vida en París a principios de los años veinte, entre un grupo de poetas y artistas surrealistas. Varios de ellos pintaban los muros durante el día, y por la noche, en el bar, hacían declaraciones sobre el arte. Un día, una joven poetisa dejó a su bebé sobre el mostrador y dijo que se iba a hacer un recado. No volvió jamás. La patrona preguntó quién era el padre del niño. Nadie lo sabía, así que reclamó a los que frecuentaban el bar una propina suplementaria para ayudar a criarlo. Los artistas la obedecieron. Esta anécdota me impresionó profundamente, me habría gustado vivir así. Decidí aprender francés. Tenía 17 años.

Han pasado más de treinta años y el sueño se ha hecho realidad, aunque nunca haya encontrado un bar de ese tipo en París. Pero esa libertad individual, a veces decadente, sigue existiendo, y yo me alegro de ello.

No me siento extranjero en Francia. Cada vez que salgo del aeropuerto de Roissy, a la vuelta de un viaje a otros países, y en la radio del taxi oigo hablar francés -esa lengua que hablan, tanto hombres como mujeres, con una vibración aterciopelada de la voz, canturreando ligeramente las sílabas-, siento el descanso de estar ya en mi casa.

Empecé a apreciar esta lengua, que resulta tan maravillosa en la boca de un hombre como en la de una mujer, en la Petit Opéra, con un actor excelente cuyo nombre he olvidado, que pedaleaba en una bicicleta inmóvil, mientras recitaba Je me souviens, de Perec. La vida cotidiana parisina, que no había conocido previamente, se hizo mía.

Cuando vivía cerca de la plaza de la Bastilla, vagabundeaba por las calles de noche. Al salir de la calle de la Roquette, muy animada a medianoche, me sentaba, solo, en la terraza del café Bastille, frecuentado por artistas y jóvenes, sobre todo, y en el que siempre había bellas jovencitas a las que admirar. Recuerdo que mi profesor de francés en China también tenía nostalgia de los cafés de su juventud en París. Explicaba en clase lo que representaba el café parisino, mientras dibujaba con tiza en la pizarra una serie de zapatos de mujer, de tacón alto, puntiagudos o de cordones, y enumeraba sus nombres. Aquel viejo caballero sufrió mucho posteriormente, durante la revolución presuntamente cultural.

Ahora, los cafés de París forman parte de mi vida, y es en ellos donde, con frecuencia, comienza el amor o la amistad. Por ejemplo, acudí a una cita en el café Beaubourg con una mujer desconocida que me escribió después de leer mi novela. Tras subir los escalones del café, encontré inmediatamente a la dama con su gorro rojo, la señal de reconocimiento acordada por teléfono. Yo ya había leído sus poemas, sensuales y muy provocativos, escritos en una máquina tan vieja como ella y editados por las Éditions de l'Aube. Era actriz, se había retirado al campo y escribía poemas. Sacó un montón de papeles del bolso y me los leyó, uno detrás de otro. Sus poemas me impresionaron verdaderamente no por la voz algo ronca de su autora, sino por el reto vehemente que proponían a la sociedad y la muerte.

En el andén del metro, un día, vi un cartel: "Deténganse un minuto, por favor, podrán leer un buen poema". Me detuve: oculta tras unos libros, una mujer de edad intermedia, también poetisa, vendía su colección de poemas, bien impresa, claramente costeada por ella. La hojeé por curiosidad y compré un ejemplar por 40 francos. Llegó el metro. Mientras leía aquellas hojas, pasé de largo mi estación. Estaban bien escritas.

Pierre Dubrinquez, redactor jefe de la revista Poésie, me ha preguntado quién es mi autor preferido entre los poetas franceses contemporáneos. No logro decir un nombre, pero hay más poetas que antes y, si uno se da una vuelta por el Mercado de la poesía, en la plaza de Saint-Sulpice, se ven muchos libros publicados.

Por desgracia, esta época ya no es de los poetas, les han sustituido los cantantes y las estrellas de cine. Aun así, la poesía está presente en todo París, bajo el cielo frecuentemente gris, bajo la fina lluvia, en sus tipos de luces tan variados. Cuando estoy en el café, a la salida de la estación de metro de Odéon, esperando a alguien y con la seguridad de que no va a dejar de verme, me siento lleno de vida mientras observo tranquilamente a la gente que pasa por delante del cristal. En París he hallado mis amores y una intimidad confiada, aunque a veces sea efímera.

Tras la balaustrada de flores de hierro, mi amante y yo estamos en la habitación, desnudos, después de haber hecho el amor o antes de darnos un baño, mientras nos tomamos una copa. Sabemos que alguien nos mira desde la ventana de enfrente, y nos echamos a reír, sin miedo a que nos denuncie.

Mi vida privada está bien protegida. Yo viví en China un periodo penoso en el que todo el mundo estaba vigilado por los vecinos, los colegas o incluso la policía. No me atrevía a tener teléfono por temor a que mis amigos hablasen sin tener cuidado y, con ello, pudieran causarme problemas. Ahora vivo como quiero, sin tener que molestarme en disimulos ni ocultamientos. Al comienzo de la revolución cultural, durante la que mi padre intentó suicidarse, quemé un baúl de manuscritos, por lo menos 30 kilos.

Mi padre, al que salvaron en el hospital, fue enviado al campo y murió tres meses después de su rehabilitación. Mi madre, también enviada a la granja para que la reeducasen, se ahogó en el río.

La policía invadió mi apartamento de Pekín tras la publicación de mi obra La Fuite, escrita en Francia tres meses después de la matanza de Tiananmen. Todo lo que he escrito está prohibido en mi patria (si es que existe, y ¿de quién es?). No me dedico a la política, es más, estoy harto de ella. No me considero un disidente, ni el portavoz de un pueblo amordazado. Si me expreso sin tabúes es sólo como individuo, para disfrutar de una vida real.

Marc Chagall lo dijo bien claro, sin Francia no habría podido ser lo que fue. Entre mis obras, las que valen verdaderamente algo las he escrito o terminado en este país.

Mi amigo Jean-Pierre Wurtz me transmitió el encargo de una obra, de parte del Ministerio de Cultura, y eso me impulsó a escribir directamente en francés. Era una aventura en esta hermosa lengua. El éxito del espectáculo en el Théâtre du Rond-Point fue alentador. Así que me convertí en autor francófono. Un día, en Metz, durante la inauguración de una exposición de cuadros míos, el dueño de la galería me presentó a una joven. Ésta, tímida y reservada, me dijo que había leído mi obra Au bord de la vie (Al borde de la vida) y me preguntó cómo había podido escribirla: ¡era su historia! Me atreví a preguntarle su edad y me respondió con vacilación: 20 años. Ni siquiera entre los jóvenes soy un extranjero.

Ante mí tengo la vida que me ha regalado Francia. Me gusta la claridad del sol de Provenza y, por suerte, no he conocido nunca a ningún lepenista. Allí, Noël y Liliane Dutrait, a los que conozco desde hace 15 años, tardaron tres en traducir mi novela La montagne de l'âme (La montaña del alma). No podía imaginar que, un día, celebraría una velada de encuentro con lectores desconocidos, tan cálidos como el fuego de una chimenea, en un restaurante de pueblo.

Empecé a escribir ese libro en mi antiguo país de cultura demasiado vieja, sin pensar que fuera a publicarse, consciente de que no se publicará allí mientras yo viva, lo sé bien, pero ¡qué más da! Aquí tengo mis lectores, mis espectadores, mis conocidos y mis amigos, y soy conciudadano de ellos, como dicen. Recientemente he obtenido la nacionalidad francesa.

Ahora vivo a las afueras de París, cerca del cinturón periférico, en un piso de mi propiedad. A través de las ventanas, en el piso 18, tengo una vista panorámica de la ciudad, con la torre Eiffel. Ésa es mi realidad cotidiana. Cuando el aire está limpio, veo cómo se pone el sol suavemente tras el Bois de Boulogne. Y cuando nieva, el torbellino de copos evoca fantasías...

Un día de nieve en el que había huelga general de transportes, incluidos los taxis, me llamó por teléfono Gérard Meudal, que era crítico literario en Libération, y con el que acepté gustosamente reunirme en un café de París. En plena huelga, a pesar de la nieve, reinaba una atmósfera de fiesta en las calles, la gente patinaba en las aceras y las bicicletas se deslizaban entre los coches. En los cruces, en los cafés abarrotados, la gente aprovechaba para descansar. Al final, vino él a mi casa, después de caminar tres horas, sin contar el regreso. Estuvimos hablando otras tres horas más, en aquel tiempo gris, y me sentí feliz de estar en mi hogar.

¿Cuál es mi país? Ese espíritu de libertad que une a la gente, que constituye el alma de Francia y que conservo para siempre.

© Le Monde.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_